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HORAS GANADAS
Columna
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'E la nave va'

Rafael Argullol

El éxito o fracaso en las visiones pronosticadas por obras con voluntad profética no depende sólo del cumplimiento inmediato del escenario previsto, sino del dibujo de tendencias que sólo se confirman sutilmente con el paso del tiempo. Cuando finalizó el año 1984 se aludió mucho al fracaso de George Orwell en la previsión de los acontecimientos futuros. Se dijo entonces que su novela 1984 apenas había acertado el rumbo que había seguido el mundo y que más bien éste, con la lenta disolución del último de los totalitarismos históricos, se adentraba en una etapa de rara libertad en la que no era de prever la presencia de ningún Gran Hermano.

Pero los acontecimientos posteriores han dado, al menos en parte, la razón a Orwell, y no es azaroso que una de sus principales figuras literarias, ese mismo Gran Hermano, haya sido utilizado por uno de los nuevos totalitarismos para programas televisivos de tanto éxito que han llegado a camuflar la raíz misma de su título: leí, en efecto, que casi todos los participantes en estos programas -e imagino que no pocos de sus espectadores- creían que la denominación Gran Hermano aludía a una metáfora de solidaridad o fraternidad, ignorando así por completo al centinela omnipresente de la novela de Orwell. Más allá, no obstante, de esta paradoja grotescamente significativa, 1984 ha cumplido su misión, si bien no tanto con respecto al pasado inmediato, sino en relación con el paisaje que se insinúa para este siglo XXI, cuyos primeros pasos parecen dirigirse sombríamente hacia horizontes de exagerada autoridad y control sobre los ciudadanos particulares, siempre bajo la bandera del bien común.

De manera similar, ahora que ha finalizado el año 2001 podemos pensar que se han confirmado escasamente los augurios de la odisea espacial pensada por Arthur Clarke y Stanley Kubrick, y es cierto que la aventura humana en el universo se desarrolla a un ritmo más lento del que ellos preveían (e infinitamente más parsimonioso de lo que, un siglo antes, proclamaba alegremente Jules Verne). En otro orden de cosas, sin embargo, 2001, una odisea del espacio suscitaba conflictos y expectativas que ahora empiezan a estallar en nuestras conciencias, cuando debemos afrontar retos aparentemente próximos vinculados a la, no creo que bien llamada, 'inteligencia artificial' y a la biogenética. Parecería, pues, que las visiones de Clarke y Kubrick eran más aptas para la comprensión del universo interior que para la travesía del exterior.

Pero seríamos injustos si no advirtiéramos el ángulo fundamental de la película por encima del hermoso enigma del monolito y de la demasiado confusa parábola final sobre el eterno retorno, 2001, una odisea del espacio introdujo una poética visual enteramente nueva. Lo que tantos poetas habían expresado en palabras se traducía en imágenes que tal vez tenían igual o mayor poder que las mismas palabras. El infinito de Leopardi encajaba bien con ese universo desencadenado por la música de Richard Strauss. La Noche serena de fray Luís de León tenía su natural continuidad en ese cosmos danzante a ritmo de vals: '...su movimiento cierto, sus pasos desiguales y en proporción concorde tan iguales'.

La película de Stanley Kubrick trazó una frontera tras la cual comenzaba una nueva sensibilidad celeste: esta fue su visión más profunda y su más extraordinaria profecía. Si importante era el viaje por el espacio, más importante todavía era la nueva educación visual de un hombre que, por primera vez, se había dotado de los medios técnicos suficientes para verse y pensarse como un fruto más de las estrellas.

En los más de 30 años transcurridos desde la filmación de 2001, una odisea del espacio, nuestra sensibilidad celeste se ha ido educando en el camino señalado por Kubrick hasta el punto de que apenas entenderíamos el modo de imaginar el cielo de las épocas anteriores. En medio del caos irónico de nuestro mundo, la nueva representación del universo es una de las mayores revoluciones estéticas jamás realizada.

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Por eso no deberíamos pasar por alto ninguna gran oportunidad en este ámbito, y mucho menos cuando se da entre nosotros. Desde hace unos meses, como una rara joya crecida en medio del fango televisivo, el Canal 33 emite el breve programa Nostranau, un apasionante viaje a través de las estrellas con la particularidad de que la nave, nuestro propio planeta, se refugia a menudo en los puertos de la cotidianidad. El espacio dirigido por Xavier Berenguer se convierte así en un poético zoom que recorre el subsuelo de los mitos y de las creencias antes de introducirnos en los laberintos de las galaxias para, con sendero circular, devolvernos el fragmento diario de nuestra existencia.

Nostranau constituye una auténtica historia de la astronomía concebida como un work in progress que se va construyendo día a día, a medida en que nosotros viajamos por el universo, pero también a medida en que el universo viaja por nuestra propia imaginación. Quizá por esto último hay algo extremadamente íntimo en estas imágenes épicas. Nuestra historia, nuestra biografía, nuestro retrato.

Imágenes que, por así decirlo, pertenecen a la escuela inaugurada por 2001, una odisea del espacio: una nueva representación del cielo que invitaba a adquirir una sensibilidad celeste desconocida hasta entonces. La inquietante belleza de un paisaje en el que siempre habrá el enigma de un monolito por descifrar.

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