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Columna
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Tristes heroínas

¿Es necesario que alguien muera para que alguien viva? A lo largo de la literatura -y de la vida también- podemos encontrar ejemplos de personas que dan su vida por otro. Se supone que son gente desprendida, generosa, pero en ocasiones uno piensa si no es, a menudo, gente sometida a unos principios que no sabe o no puede superar. En muchos casos no sabemos si nos encontramos ante un héroe o un triste, pues la vida es única e irrepetible y difícilmente hallaremos a nadie dispuesto a perderla en estado de lucidez y no de arrebato u ofuscación. Pero no es frecuente encontrar en la vida gente nacida para morir o retirarse por hacer la felicidad de otro; no como destino.

La literatura, en cambio, es pródiga en personajes oscuros cuyo papel en el relato parece ser el de dar paso a otros a costa de sí mismos. La esposa del capitán Horacio Hornblower debe desaparecer para dejar paso libre a Lady Wellesley. La Ellen que hace una ilusionada y desdichada boda con Ernest Pontifex en El camino de la carne de Samuel Butler, acaba siendo bígama, lo que libera a Pontifex de un yugo insoportable para él. La esposa de Rochester debe enloquecer y, posteriormente, perecer en un incendio de horribles consecuencias para que Jane Eyre le conceda finalmente a aquél una felicidad a la que prácticamente había renunciado. Y así sucesivamente.

Todos, al leer, quedamos ciertamente agradecidos a esas oscuras, tristes heroínas, que nos hacen el favor de enderezar el rumbo del protagonista con su desaparición. La pregunta es si ellas estaban dispuestas a desaparecer y, además, si ellas merecían por sí mismas semejante destino. Porque el autor no tiene duda al respecto: han de cumplir con su papel para que la narración alcance su sentido; lo más que puede hacer por ellas es crearlas de modo convincente, pero su triste papel, no nos engañemos, es el sacrificio. Son creadas para que, finalmente, su desdicha sea la dicha del protagonista. Todo se sacrifica al héroe. ¿Cuántas muertes son imputables a esos fríos, cuando no desaprensivos, autores decididos a todo con tal de llevar a cabo sus propósitos narrativos? Y coronados al fin por la aureola de la obra bien hecha, apenas si se enorgullecen de ellas; algunos -los más piadosos- les dan tierra al menos; otros -los más descreídos- las abandonan a su suerte.

Lo que nos preguntamos como lectores compasivos es qué dirían ellas si pudieran hablar. Porque, por lo general, sólo actúan en función del otro, son su sombra o su desdicha, pero existen -paradójicamente- por él y sólo por él. Su vida no es propia, es dependiente. Y hay quien se pregunta: ¿cabría exigir a un autor que respondiera por ellas?

Jean Rhys fue una escritora oscura, que vivió en la bohemia literaria de París y Viena sus mejores años de escritora y se esfumó después para envejecer finalmente en un lugar de la costa británica. Y un día, ya entrada en años y en el olvido, tras dos decenios de silencio literario, decidió escribir la vida de Antoinette Cosway, la esposa de Rochester, la triste heroína loca de las buhardillas de Thornfield Hall, desde su juventud en las Antillas. Acaso Jean Rhys -antillana como la otra- estaba en la posición ideal de oscura heroína de la literatura para sentir esa necesidad, pero lo cierto es que decidió darle vida, voz, alma y sentido propios.

Nadie piense que -como hacen ahora ciertos aprovechados que re-cuentan historias clásicas so pretexto de cambiar el enfoque y lo que hacen es plagiar malamente una historia construida por otro- Jean Rhys volvió a escribir Jane Eyre. Jean Rhys era una escritora de verdad y nunca se lo hubiera permitido: por eso el grueso de su narración es la vida de Antoinette Cosway hasta que llega a Inglaterra. Y Antoinette, la triste heroína, cobró vida propia, se hizo protagonista y llenó de sentido su existencia antes de morir en el incendio que deja libre a Rochester. Es un caso extraño y maravilloso. El libro que lo cuenta se titula Ancho mar de los Sargazos.

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