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Reportaje:VALDEAJOS (BURGOS) | VIAJE POR EL EBRO (29)

PETRÓLEO EN VALDEAJOS

Los páramos de La Lora, al norte de Burgos, albergaron hasta 50 explotaciones del llamado oro negro. Pero nunca igualaron las extracciones de Tejas. Hoy apenas quedan nueve pozos en la única explotación española en tierra firme

El viajero sube al páramo, a las tierras altas y llanas de La Lora, en el norte de Burgos, en busca de un cura. Un cura de verdad, es decir, un hombre solo y serio, tiene muchos oficios: propagar la fe es el primero, pero hace también de historiador, de cronista y de archivero; y su coche sirve lo mismo para llegar en una mañana a cinco misas que de taxi o ambulancia. El viajero preguntó quién sabía aquí la historia del petróleo y todos le dijeron que el cura.

Hace 37 años, los viajeros que se adentraban en el páramo también preguntaban al cura, aunque fuera otro. Eran periodistas, políticos o ingenieros de minas. Viajaban hasta aquí porque Abc, y la nación con él, decía que 'la Castilla del Mío Cid está a dos pasos de transformarse en el Tejas español'. El cura estaba, entonces, en todos los secretos, y a él acudían. Los secretos se han acabado. En la Lora, la única explotación petrolífera española en tierra firme, nunca hubo el petróleo de Tejas. Sacar el que hay costaría demasiado dinero: desde hace años los pozos van cerrándose. Hubo más de 50 en los días grandes, pero ahora sólo quedan nueve y alguno de ellos tiene una producción insignificante.

El viajero escribe con un cierto sentimiento. Cuando preparaba su viaje al páramo encontró una foto del alcalde de Sargentes, en aquellos días. Una cara pequeña y una frente muy amplia; la boina que arranca desde la mitad de la cabeza; los ojos, apenas una línea, sin blanco; la nariz larga; muchas arrugas debajo de los párpados y en él óvalo de la barbilla; barba de un par de días y el bigote entrecano; una camisa de franelilla, a cuadros, con el cuello lacio y el botón abrochado sobre la nuez; y encima algo de lana, pesado. El hombre sonríe con una felicidad tan noble que iluminaría la noche de 100 campos de petróleo.

El cura del páramo se llama hoy Joaquín Cidad y ha pasado de los 50 años. Cree que el sueño del petróleo terminó, pero que el debe y el haber de la inversión están más o menos equilibrados. En el año 1984 el cura Cidad escribió en el Diario de Burgos un artículo sobre la decadencia de la explotación. En el artículo había un párrafo que explicaba los beneficios que sacó la comarca: 'Por lo menos nueve jóvenes encontraron marido, y por lo menos seis personas de estos pueblos se integraron en la plantilla de la empresa concesionaria de la explotación. En aquellos dos lustros se lograron dos mejoras comunitarias: el teléfono y la conexión con Iberduero para el suministro eléctrico'. Con todos los números hechos, esto es lo que había en la sonrisa del alcalde.

El cura lleva al viajero hasta el llamado Balcón de la Lora. Al lector no le costará ponerse en ese lugar. El páramo, fuera del invierno, es un lugar muy agradable, silencioso y solitario. Abajo, lejos, el Ebro aparece ya encajonado. Si el viajero se acercara hasta su cauce escucharía un ruido cargado que los viajeros río abajo suelen asociar con la bravura de la juventud. Pero él sabe que se trata de la fatiga, de los inexorables problemas de la edad.

El cura le propone acabar el paseo en el dolmen de La Cabaña. Hace 5.000 años el páramo no debía de ser muy diferente. Tampoco los hombres. Ya sabían que la muerte no se cura, aunque habían ideado, con tres piedras, alguna perdurable forma de consuelo. En realidad, el viajero no entiende ese dolmen, ni qué hacían en este lugar áspero esos hombres, hasta que no llega a la casa del cura Cidad, junto a la iglesia, y el cura le hace pasar al lugar donde trabaja. La habitación, cuadrada, da para una mesa de oficina, abarrotada de papeles, unas pocas sillas y varias estanterías. Hay un viejo ordenador y una placa de calefacción apagada. La luz de dos fluorescentes cae sobre la mesa.

-Mala luz para el trabajo.

-¿Quiere decir? No. Si ya mandé poner dos por lo mismo...

El viajero alude al invierno, con prudencia, como si aludiera a un muerto, pero el cura Cidad está perfectamente instruido en la pregunta y le alarga una foto donde lo que queda del pueblo y del páramo es un hombre apenas, una bola oscura abriéndose paso entre la nieve.

-Es largo, sí.

-¿Qué hace?

-Mi trabajo. Siempre hay cosas que hacer. Por las mañanas me muevo y por las tardes vengo aquí y leo y escribo.

-Anochece pronto.

-Sí, pero las horas se me pasan rápido. Si algo me falta, son horas.

El viajero recuerda la decisión en la mirada del cura cuando describió lo que le faltaba. No había dureza, ni estoicismo, rasgos al fin y al cabo defensivos, sino sólo convicción. El viajero recuerda también la delicia de la bajada desde los páramos, conduciendo despacio y con las ventanas abiertas, con luz aún, y fresco. Tiene, mientras escribe y piensa en todo aquello, el número que la revista Trébede dedicó a Celtiberia. La última vez que el viajero leyó el nombre de Celtiberia en una revista fue en Por Favor. Ahora es un movimiento que pretende agrupar a algunos de los páramos de España: Cuenca, Soria, Burgos, Guadalajara, Zaragoza, Teruel y Logroño con el fin de devolverles la dignidad perdida. Es una gran noticia. Tras la desintegración del estado franquista, las comunidades autonómas trazaron sus límites en razón de mitos más o menos operantes. Ahora, los desheredados de algunas de ellas, las víctimas del neocentralismo autonómico, se coordinan en una supracomunidad cuya única identidad es la pobreza y el silencio. Es un paso adelante.

El viajero lee algunas cosas ridículas en sus manifiestos fundacionales que incluyen dioses celtíberos, trisqueles celtas e incluso una novelita regeneracionista de Galdós. Es irritante que para dar un paso al frente lo primero que hagan sea hundirse en el glorioso cieno del pasado. Pero si los celtíberos se abstienen de fundar una nación, asunto al alcance de cualquier trisquele, puede que corrijan la vida. El petróleo, y el rostro del alcalde, y los hombres enterrados en el dolmen, y el cura Cidad y sus fluorescentes, demuestran lo que hay debajo de los páramos.

Sedano y Las Loras

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