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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un demente senil

ADEREZÁNDOLO CON el eufemismo de 'provisional', el Tribunal de Apelaciones de Santiago ha decidido sobreseer la causa abierta contra Augusto Pinochet por su responsabilidad en los crímenes de la caravana de la muerte, la siniestra comitiva helitransportada que ejecutó sin juicio a 75 presos izquierdistas en Chile tras el golpe militar de septiembre de 1973. Los jueces han aceptado la tesis de la defensa según la cual el ex dictador, en lujoso arresto domiciliario, no está mentalmente en condiciones de afrontar un juicio. Aunque el fallo puede ser apelado ante el Supremo, en la práctica significa el final de la odisea judicial -hay otras 180 causas en curso contra Pinochet- para quien durante 17 años ejerció despóticamente todos los poderes en Chile.

Que la vejez no confiere por sí misma dignidad es algo meridiano en el caso de Pinochet. Tras la retirada de la inmunidad parlamentaria que se había autoconcedido como senador vitalicio, y desde el mismo momento en que fue procesado en su país por el juez Juan Guzmán -en diciembre pasado, alumbrando en muchos la esperanza de la justicia-, el general y sus abogados han puesto en práctica todas las tretas posibles para escapar a la acción de los tribunales e incluso eludir sus aspectos más anecdóticos, como la ficha policial, un trámite que la ley ordena para cualquier procesado. Desde agravamientos súbitos -el pasado fin de semana corrieron rumores sobre su muerte- hasta repentinos internamientos hospitalarios, pasando por incomparecencias ante el juez. Todo lo que los médicos han podido constatar respecto a la salud mental de Pinochet, invocada para eximirle de juicio, es que padece la arteriosclerosis normal en una persona de 85 años.

La mentira con escarnio ha sido otro de sus instrumentos. En su primer y breve interrogatorio afirmó que ni él personalmente, ni la Junta Militar que dirigía, ni las Fuerzas Armadas dieron órdenes de matar a nadie, ni de hacer desaparecer a nadie, ni de ocultar a las familias los cadáveres de sus seres queridos. Después, en su vértigo por escapar a la justicia, el ex dictador no ha tenido empacho en quebrantar las normas más elementales de los códigos castrenses no escritos, trasladando culpas a sus subordinados. Y ello pese a que testimonios de generales que le obedecieron en los momentos más atroces han puesto irrefutablemente de manifiesto hasta qué punto se involucró en los crímenes que provocaron su procesamiento y arresto.

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Resulta extremadamente difícil que un país en proceso de transición juzgue en vida a sus tiranos. Si en el caso de Slobodan Milosevic la fragilidad democrática serbia lo impedía, en Chile los militares han ejercido de permanente elemento coaccionador. Amparados en un estatuto constitucional que les reserva un poder autónomo, los jefes de las Fuerzas Armadas han presionado incesantemente tanto al presidente Ricardo Lagos como a la judicatura. En los momentos más crispados, los generales han forzado a Lagos a convocar esa reliquia autoritaria conocida como Consejo de Seguridad Nacional. Este mismo fin de semana, antes del inminente anuncio del Tribunal de Apelaciones, la cúpula castrense volvió a reunirse con el jefe del Estado.

La decisión judicial de ayer no contribuirá a la reconciliación y la profundización de la democracia en Chile. Pero Augusto Pinochet, en cualquier caso, ha sido juzgado ya en el corazón de sus contemporáneos. Desde su misma detención en Londres por orden del juez Garzón, en octubre de 1998, el espadón chileno ha ido descendiendo, para eludir su destino, cada uno de los peldaños de ese retórico honor castrense que tantas veces invocó desde la furia de su poder, hasta convertirse en lo que es hoy para los tribunales: un anciano con demencia senil.

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