Don Pedro
Siempre -desde cuando éramos estudiantes en la Complutense hasta cuando fui ministro de Educación y Ciencia- le llamábamos, con una amistad y respeto crecientes, don Pedro. Nos veíamos a mediados de los ochenta con gran frecuencia y, cada vez, por su magisterio, por las preguntas que nos formulaba, por las respuestas que nos ofrecía, era mayor la admiración que sentíamos en mi casa por este gigante del pensamiento, por este hombre apacible y tenso a la vez, dedicado sin pausa a la búsqueda permanente, a escudriñar la naturaleza humana en el filo exacto de las luces y de las sombras, de las certezas y las incertidumbres. Un día nos pidió, por favor, el tú. Nos costó mucho habituarnos.
Tenía unas alas grandes en las que a veces se empeñaba en incluir reflexiones sobre el pasado cuando lo que más nos interesaba entonces, y nos sigue interesando hoy, son sus reflexiones, su mirar transparente y denso sobre el presente y el futuro. Este futuro distinto, de rumbos inéditos, que es el único legado que podemos ofrecer a nuestros hijos, para el que Pedro Laín, conocedor de la biología y de la desmesura creativa, que distingue a la raza humana, diseñó amaneceres a la altura de su dignidad.
¿Vale la pena aguardar? No. Todo se construye y se hace cada día. Esperar sí vale la pena. La espera y la esperanza: Pedro Laín Entralgo nos deja el tesoro fantástico de su vida, de sus libros, que tanto contribuyen a iluminar caminos hoy oscuros. Oscurecidos.
Un día accedimos, para su complacencia, a darle el tú que nos rogaba. Hoy, cuando se ha hecho invisible -nos queda la inmensa estela de su ejemplo- le devolvemos el don que se merece: don Pedro Laín Entralgo, para siempre entre los más esclarecidos espíritus de nuestro tiempo.