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LA CRÓNICA
Columna
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El miserable pescador de langostas

El poeta ibicenco Vicente Valero acaba de publicar en Ediciones Península un libro realmente interesante. Se titula Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza, 1932-1933, y trata de las dos temporadas que pasó el crítico y pensador en la isla, donde por lo visto dio largos paseos por el campo, se enamoró en un par de ocasiones y hasta pescó langostas (aunque, por su posición en la barca de la fotografía que acompaña este artículo, no parecía dedicar grandes energías a ese menester). Benjamin, que entre los habitantes del lugar, muy propensos a poner apodos, era conocido como 'es miserable', pensaba amenudo en su paupérrima economía y sobre todo en la muerte. Su primera estancia en Ibiza, de abril a julio de 1932, le había rescatado de una grave crisis personal. La segunda, ya en el exilio, se inició en marzo de 1933, sólo dos meses después de que Hitler jurara su cargo de canciller de Alemania.

El crítico y filósofo Walter Benjamin pasó dos temporadas en Ibiza, entre 1932 y 1933. Lo recuerda un libro del poeta Vicente Valero

Ibiza siempre ha sido tierra de nadie. Seguramente a causa de ello, para los alemanes se convertiría a lo largo del siglo pasado en el paradigma de sus propias y fatales contradicciones. En el periodo de entreguerras fueron bastantes los estudiosos y creadores que llegaron a sus costas atraídos por lo que, para ellos, no era otro lugar como tantos poblados de ruinas, sino la antigüedad misma en perfecto estado de conservación.

Pero no nos engañemos. No hay paraíso posible frente al avance de la historia. Ésta es como la edad: ni absuelve ni concede prórrogas. En 1933, el fugitivo Walter Benjamin, que se creía a salvo en aquel lugar famoso por su lejanía y su atavismo, se hizo amigo de un grupo de jóvenes, también alemanes, con los que comía a diario. Uno de ellos, que se llamaba Maximilian Verspohl y tenía una máquina de escribir, se convirtió en el entusiasta secretario del siempre arruinado hombre de letras. Por las yemas de sus dedos pasaron todos los escritos y pensamientos de Benjamin. Sin embargo, las suertes de uno y de otro serían bien distintas. A su regreso a Alemania, Verspohl sería nombrado jefe de sección de las SS de su ciudad natal. Walter Benjamin, aquel judío que tanto pensaba en la muerte, acabaría suicidándose en un hotel de Portbou al no permitírsele cruzar la frontera.

Todo esto nos cuenta Vicente Valero en su excelente ensayo, que termina en ese hotel de Portbou. Sin embargo, la historia siguió rodando y aplastando cabezas. Una gran guerra se había desatado a continuación de la nuestra. Casi todos los extranjeros residentes en Ibiza habían huido o regresado a sus países (según fueran su condición o sus ideas) y la isla volvió a sumirse en su sopor milenario. Sólo en los años cincuenta regresarían algunos de aquellos extranjeros, supervivientes y fugitivos. También aparecería por allí este cronista, en aquel entonces un niño seducido por las chumberas y los inexistentes leones agazapados tras las sabinas. Todavía faltaban algunos años para que los hippies norteamericanos desertores de Vietnam popularizaran de nuevo la isla. El aeropuerto tenía la pista de tierra y los pilotos que timoneaban en los viejos aviones de hélices, maleados por la reciente contienda, hacían picados en las playas para espanto de sus pasajeros (no de los niños como yo, que disfrutaban del vértigo infinito de la caída libre: pero los niños no temen a la muerte). En las playas, por las noches, se realizaba un fogoso contrabando de armas para Argelia. Como se ve, en este mundo siempre hay guerras y todas llegan hasta a los rincones más remotos.

Décadas más tarde se me ocurrió regresar a la isla para investigar aquella época de mi niñez. Interrogué a muchas personas que parecían haber perdido la memoria. Aun así, se sabe que entre los primeros en volver a Ibiza en los cincuenta se encontraban algunos de los protagonistas del libro de Valero: no por supuesto Walter Benjamin, pero sí Verspohl, su secretario espía. Entre los muchos alemanes, los había profundamente traumatizados, como el pintor Egon Neubauer, que durante años se negó a pisar de nuevo su país y se había recluido en una casa de altos muros en San Antonio (donde una tarde inolvidable me enseñó sus flores). Y había también nazis fugitivos, que sellaron sus rúbricas junto a jocosos comentarios en un libro de visitas que tuve el dudoso placer de sostener entre mis manos. La mujer de uno de ellos, despechada por asuntos de amor, quiso contar esa innoble retirada. La encontraron muerta en su casa: le habían aplastado la cabeza con la máquina de escribir que utilizaba para dar forma a sus memorias.

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En fin. La ciudad de Casablanca tuvo su película y alcanzó un gran renombre. Ibiza, mientras tanto, se sume en un turismo de masas que fomenta el olvido más radical. Bienvenido sea, pues, este libro de Vicente Valero que nos habla de miserables pescadores de langostas y de otros sospechosos habitantes del paraíso. Fernando Savater, en una cita que he utilizado mil veces, dice que el narrador es alguien que acaba de llegar de un largo viaje en el que ha conocido las maravillas y el terror. Valero, por boca de Benjamin (que recoge a su vez un dicho popular), resume esta idea de una forma más simple y quizá definitiva: 'Cuando alguien realiza un viaje, puede contar algo'. Una máxima elemental para aquel gran observador que viajaba siempre sintiéndose tentado por la muerte.

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