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Terrorismo y elecciones

Como medio para resolver los conflictos políticos, el terrorismo es la antítesis de la libre y pacífica confrontación de las ideas. Dar ejemplo en la confrontación pública de las ideas es, por consiguiente, el primer deber de quienes se oponen al terrorismo. Y ese deber exige ahora a los partidos democráticos la celebración de debates electorales en el País Vasco.

El presidente del PNV, Xabier Arzalluz, lamentaba hace pocos días que algunos españoles que no son vascos afronten los próximos comicios en aquella Comunidad, 'no como unas elecciones autonómicas', sino como una consulta en la que 'está en juego la suerte de España'. Todos estamos legítimamente preocupados por lo que pueda ocurrir en las próximas semanas en el País Vasco, pero creo que Arzalluz interpreta mal el sentido de nuestra inquietud. No es 'la suerte de España', que no parece estar ahora ni más ni menos en peligro de lo que lo estaba hace tres meses, sino el avance o el retroceso de la democracia lo que está en juego en esta consulta electoral, y esto es, lógicamente, lo que ahora nos preocupa.

La finalidad de la democracia no es alcanzar unos u otros resultados, sino garantizar unos determinados procedimientos, unas reglas de juego que permitan la convivencia pacífica de quienes defienden ideologías, intereses y propuestas distintas. La democracia, por sí sola, no sirve para solucionar los conflictos ideológicos o de intereses, ofrece sólo un modo de abordarlos sin necesidad de recurrir al tiro en la nuca. ¡Que ya no es poco! Como antítesis del terrorismo, el problema esencial de la democracia no es saber quién gana, sino cómo se gana. Si la finalidad más importante de la democracia fuese el recuento de los votos, habría que dar la razón a Julio Camba: morir por la democracia sería como morir por el sistema métrico decimal.

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Gane quien gane en las próximas elecciones, el conflicto vasco no va a quedar resuelto el 13 de mayo. Ciudadanos y partidos van a seguir estando ahí después de ese día, en el Gobierno o en la oposición, con un escaño más o dos escaños menos, pero defendiendo las mismas ideas que ya defienden hoy. El conflicto de fondo seguirá siendo el mismo. Es fácil, pues, entender que para la defensa de la paz, la seguridad y la libertad, tanta importancia o más de la que pueda tener el resultado, la tiene, en este caso, la campaña, porque no es en el resultado de la votación, sino en el desarrollo de la campaña, en donde se pone de manifiesto el verdadero valor de la democracia.

La alternativa al terrorismo no es ni el Partido Nacionalista Vasco, ni el Popular, ni el Socialista, ni ningún otro partido político. El terrorismo no desaparece por el mero hecho de cambiar de gobierno o de mayoría parlamentaria. El uso de la violencia para solucionar los conflictos no se contrapone a ningún programa político, sino al uso de la razón. Y, en consecuencia, sólo en la medida en que el uso de la razón se impone, las posibilidades del terrorismo retroceden.

Unas elecciones parlamentarias sirven, aunque sea de forma indirecta, para elegir gobierno. Pero, en una democracia, cualquier consulta a los ciudadanos ha de cumplir, también, inexcusablemente, otras importantísimas funciones: movilizar a la ciudadanía en torno a valores sociales y objetivos políticos; robustecer la conciencia política de los ciudadanos; poner de manifiesto la vinculación entre las instituciones de gobierno y las preferencias del electorado; canalizar los conflictos políticos hacia procedimientos que permitan su tratamiento pacífico; contribuir a la integración del pluralismo social creando una voluntad popular capaz de actuar en las instituciones, como gobierno, o como oposición; profundizar en la discusión de los problemas políticos y en sus alternativas; y mostrar la posibilidad real de discutir y razonar pacíficamente sobre los asuntos políticos más complejos, confrontando en público los respectivos programas de los partidos que concurren a las elecciones.

Éstas son las funciones que hacen de una consulta electoral el momento culminante del proceso democrático, el momento decisivo para robustecer o para debilitar un sistema pacífico de convivencia. La campaña electoral sirve para que los partidos políticos prediquen con el ejemplo, de forma directa, y a la vista de los ciudadanos, la libre y pacífica confrontación de las ideas. Renunciar al debate público y sustituirlo por una aburrida sucesión y contraposición de monólogos, por los sermones partidistas, por la catequesis electoral, o por el periodismo de partido (casi) único con el que algunos medios de comunicación ofenden a los ciudadanos, significaría en estos momentos renunciar a una de las medidas más importantes en la lucha contra el terrorismo. Los partidos políticos están obligados a demostrar con hechos que la política democrática es la verdadera antítesis de la violencia terrorista.

En ese contexto es preciso reconocer la importancia del discurso pronunciado hace pocos días en San Sebastián por el candidato del Partido Popular a lehendakari. Mayor Oreja ha dicho que una campaña electoral es un debate público entre quienes aspiran a gobernar una determinada comunidad; que el debate público y cara a cara entre los representantes de las distintas alternativas es 'una necesidad democrática de primera magnitud'; y que los políticos que rechazan ese debate público no rechazan a sus adversarios, sino a la misma democracia.

Los argumentos empleados en esta ocasión por Mayor Oreja para exigir unas elecciones con debates me parecen irrefutables. En realidad, me lo vienen pareciendo desde hace muchos años, como quedó dicho, por ejemplo (y para no ir más allá), en vísperas de las últimas elecciones generales, y en este mismo periódico (Elecciones sin debates, EL PAÍS, 2 de marzo de 2000). Me alegra, por tanto, escuchar ahora, de boca de un político tan relevante del Partido Popular, idénticas razones a aquellas con las que yo mismo, hace poco más de un año, intenté sin éxito que los aspirantes a gobernar España se enfrentasen cara a cara en un debate público ante los electores.

Pero si el planteamiento de Mayor Oreja es inobjetable, no ocurre, sin embargo, lo mismo con su concreta propuesta de debate. Mayor ha desafiado a Xabier Arzalluz a un debate público sobre tres temas: los límites del 'diálogo' con los violentos, la fractura social en la comunidad autónoma vasca, y el significado que el PNV atribuye a la palabra 'libertad', o el 'precio' que este partido está dispuesto a pagar por conseguirla. A mi juicio, Mayor debería aclarar dos aspectos de su propuesta. En primer lugar, debería reconocer que no es él, por más que le apetezca, el que puede elegir a sus adversarios; ni puede decirle al PNV quién tiene que hablar por este partido, ni puede ignorar a los restantes partidos políticos que concurren a esas elecciones. Que los ciudadanos puedan oír a todos es especialmente necesario en un caso como éste, en el que no se puede excluir que sea la tercera, la cuarta, o incluso la quinta fuerza política la que decida finalmente quién forma gobierno. En segundo lugar, Mayor debería explicar a los ciudadanos vascos que los temas que ha propuesto para el debate son sólo los que a él le parecen más importantes, pero que, evidentemente, en un debate democrático los temas no los propone, sólo, uno de los participantes.

Se equivocaría gravemente el que creyese que las concretas condiciones de un debate electoral son meras cuestiones de detalle. Ningún partido se atreve a oponerse públicamente al debate. Los que quieren evitarlo lo hacen siempre, sea rechazando las condiciones que propone el adversario, sea proponiendo condiciones que de antemano resultan inaceptables. Valga aquí recordar que en las elecciones generales de 1996, habiendo manifestado, no uno, o algunos, sino todos los partidos políticos que deberían celebrarse debates públicos durante la campaña electoral, no consiguieron, sin embargo, ponerse de acuerdo sobre si debería haber una silla más o una silla menos (un partido más o un partido menos) en el plató de televisión, y los ciudadanos españoles se quedaron, también en aquellas elecciones, sin debates públicos entre los aspirantes a gobernarles. Y me duele tener que recordar una vez más, pero la gravedad del tema me lo impone, que aquel lamentable 'desencuentro de la silla' del año 96, con el que los partidos se reconocieron incapaces de consensuar las condiciones formales del debate, y con el que se abortó entonces la expresión más genuina de la libre y pacífica discusión de las ideas, se produjo, para mayor escarnio, la misma mañana del 14 de febrero en que ETA asesinaba a Francisco Tomás y Valiente en su despacho de la Universidad.

Xabier Arzalluz acaba de afirmar que mayor Oreja quiere llegar al Gobierno vasco para tomar el poder, no sólo de la Policía Autonómica sino también de la política educativa y de la televisión vasca. Como eso quiere lógicamente decir que el que ahora controla la televisión vasca es el PNV, es este partido el que está obligado a poner dicha televisión pública al servicio de la democracia, en este caso, de los debates electorales. Si el PNV no lo hiciese, el Partido Popular, que a buen seguro comparte ahora los argumentos de Mayor Oreja, debería organizar los debates en Televisión Española. De la misma manera que la campaña del voto por correo, organizada desde Madrid, puede servir para que algunos vascos voten con menos miedo, y los debates electorales servirían, se organicen donde se organicen, para que miles de electores pudieran votar con más conocimiento de causa y, además, para fortalecer la democracia. En caso de que un partido no quisiese concurrir a la cita, una silla vacía hablaría por sí sola. Y si alguien tuviese dificultades para entender las condiciones democráticas del debate, me ofrezco a explicárselas, en público o en privado. ¿Pero, habrá, por fin, debates? Si lo pido yo solo, probablemente no. Pero si lo pidiese una pequeña parte de los muchos ciudadanos que los consideran necesarios, seguramente sí.

José Juan González Encinar es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Alcalá (Madrid).

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