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Dos estilos

La llegada de José María Aznar al Gobierno se produjo en medio de una muy profunda divi-sión política de la sociedad española. Tanto si esta división fue buscada deliberadamente por los estrategas del PP o considerada tan sólo un coste asumible para conseguir sus fines, el hecho probado es que la posibilidad de dividir o enfrentar al país no les pareció algo inaceptable. Los limitados resultados de 1996, sin embargo, forzaron al nuevo Gobierno a la búsqueda de apoyos parlamentarios, lo que creó una ilusión de voluntad de consenso. Sólo los perdedores, y quienes podían obstaculizar desde la independencia informativa el proyecto de hegemonía mediática del PP, tuvieron clara conciencia del peculiar estilo del nuevo Gobierno en sus dos primeros años.

Pero incluso eso cambió después, y para las elecciones de 2000 el PP cultivó un tono distendido, pensando con razón que la polarización de cuatro años antes en nada le beneficiaba en esta ocasión. El resultado fue una mayoría absoluta que permite valorar con mayor precisión las razones de aquella crispación original. Ahora que el consenso parlamentario ya no es necesario, pero tampoco hay razón ninguna que justifique dividir al electorado, se comprueba que el problema es una concepción de la acción de gobierno en la que sólo importa alcanzar los propios fines y demostrar quién manda, aunque el precio sea dividir a la sociedad o enfrentar a unas regiones con otras.

Desde hace unos meses, por el contrario, la nueva dirección del partido socialista está haciendo política de oposición con un estilo muy distinto. El resultado es una situación paradójica, en la que el Gobierno se obstina en crear problemas nuevos e innecesarios a los ciudadanos, y la oposición, no sólo le propone -con bastante cortesía- que rectifique, sino que le sugiere las fórmulas para hacerlo sin excesivo coste, partiendo del principio de que lo más importante son los intereses sociales. Así sucedió, en primer lugar, con el pacto antiterrorista, rechazado con muy malos modales en un principio, pero cuya firma replanteó en términos aceptables para los ciudadanos la unidad de los demócratas frente a ETA, superando su incomprensible presentación como un enfrentamiento entre el PP y el PNV.

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Esta forma de hacer oposición resulta indudablemente nueva en la historia de la democracia española, y, a juzgar por las declaraciones de Rodríguez Zapatero, se deriva ante todo de una concepción de la política como servicio a los ciudadanos. Lo que él llama una oposición útil es aquella que antepone los intereses de los ciudadanos a las posibles ventajas electorales o partidarias: no tiene sentido dejar que el Gobierno se enrede en sus propios errores, aunque el malestar consiguiente pueda beneficiar electoralmente a la oposición, si el precio es un grave daño social. El problema evidente, sin embargo, es que este tipo de oposición debe ser comprendido por los ciudadanos si se desea que en su momento tenga una recompensa electoral. Y no cabe esperar que el Gobierno facilite precisamente una percepción positiva de la responsabilidad de la oposición.

El ejemplo más claro es el Plan Hidrológico: mientras el partido socialista trata de evitar un plan impuesto a algunos territorios que corre el riesgo de abrir enfrentamientos y agravios de larga duración entre diversas comunidades, el Gobierno se esfuerza por reducir el problema a una crisis de liderazgo de los socialistas, incapaces de imponer una misma posición a los presidentes de las comunidades autónomas en las que gobiernan. No importa, al parecer, dividir a la sociedad española con tal de obtener ventaja política a corto plazo. Y por supuesto, no cabe discutir la racionalidad técnica del plan ni su elaboración sin consenso, pues el presidente ha anunciado al Consejo de Ministros, en lenguaje sencillo y popular, su voluntad de imponerlo.

Pese a enfrentarse a un adversario tan poco escrupuloso, los socialistas confían en la posibili-dad de hacer pedagogía política desde la oposición, de forma que los ciudadanos no sólo se beneficien de una oposición útil, sino que lleguen a comprender la posibilidad de hacer política de una forma distinta, y en este sentido, a valorarla positivamente. No es una tarea fácil, sin duda, sobre todo por la tendencia incorregible del Gobierno a meterse en berenjenales cada vez más absurdos. La obstinación en cambiar la Ley de Extranjería, promovida en su momento por el ministro Pimentel, cuya aprobación final en las Cortes sin las enmiendas del Senado fue vivida por el Gobierno como una humillación, ha logrado convertir la cuestión de la inmigración en una fuente de conflicto, algo que antes ni siquiera se había producido con motivo de los estallidos de xenofobia de El Ejido o Terrassa.

En ese contexto, no han prosperado los esfuerzos de la dirección socialista por lograr unas reglas de juego que no perjudiquen a los inmigrantes ni mantengan un sentimiento generalizado de incertidumbre. Los socialistas podrían haber adoptado desde un principio una posición de descalificación global de la ley, y enrocarse en ella, pero no lo han hecho pensando ante todo en la situación de desprotección que se podía abrir para los inmigrantes, y en segundo lugar, en la necesidad de lograr un consenso en la sociedad española en estas cuestiones: una división en este punto favorece automáticamente la extensión de la xenofobia. Pero el Gobierno se ha negado a negociar cambios en la ley, y ha dilatado un posible acuerdo para alcanzar consenso en su desarrollo, haciendo casi inevitable que la ley se vea cuestionada por una sucesión de recursos de inconstitucionalidad.

Es difícil saber si calará en la opinión pública la valoración de esta nueva forma de hacer política desde la oposición, o si todo se quedará, como querría el vicepresidente Rajoy, en la imagen de Rodríguez Zapatero como una persona muy educada. Pero en este punto, el Gobierno no se debería reafirmar en el mantenimiento de su ventaja en las encuestas, que tanto contrasta con la alta valoración del dirigente socialista. A un año de las elecciones generales es bastante probable que las intenciones de voto de los encuestados estén muy marcadas por el recuerdo del voto emitido. Si se extiende el reconocimiento de que la nueva forma de hacer oposición es algo más que moderación, y que refleja tanto una ética como un método de hacer política, la obstinación del PP por el ordeno y mando, aun a costa de dividir a la sociedad, puede revelarse electoralmente muy cara.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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