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Tribuna:DEBATE | El futuro de las pensiones
Tribuna
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Campaña contra las pensiones

Desde hace unos meses, coincidiendo con la renegociación del Pacto de Toledo, ha reaparecido la sempiterna campaña sobre el difícil futuro que le espera al sistema público de pensiones. Este futuro puede ser más o menos oscuro según las previsiones de ingresos y gastos que se manejen, que siempre tienen un componente de elección discrecional de quien las fabrica. El problema surge de las dificultades inherentes a cualquier intento de imaginarse en el presente lo que puede ocurrir en el futuro. La estimación en economía es bastante factible en el corto plazo, pero comienza a plantear serios problemas a medida que tratamos de avanzar en el tiempo. Resulta por esto extraño que algunas de las estimaciones que se presentaron hacia mediados de la década pasada fallasen de una manera clamorosa en la estimación de los desequilibrios a los que debería enfrentarse el sistema en años inmediatos; pero mucho más sospechoso resulta que, a fecha de hoy, sus autores sigan manteniendo que eran correctas, en lo esencial, para el largo plazo.

Hay un dato, en todo caso, que nadie puede discutir: con la información actualmente disponible cabe esperar un futuro incremento del gasto en pensiones como resultado, por un lado, del aumento de la esperanza de vida de la población y, por otro, de la particular configuración demográfica que tiene nuestro país. La cuantía de dicho aumento del gasto, sin embargo, está sujeta a incertidumbre. La pregunta inmediata que cabe plantearse resulta evidente: ¿será nuestra futura tasa de crecimiento económico suficiente para financiar dicho aumento? La respuesta que se está difundiendo, impulsada por los defensores de la capitalización obligatoria, es que dicha tasa será insuficiente debido a la falta de mano de obra inducida por el envejecimiento de la población. Aceptemos este escenario que proponen, aunque ello no significa que tenga necesariamente que ser el correcto. Nos encontramos entonces ante al dilema de elegir entre: a) mantener el gasto en pensiones y aumentar las aportaciones de la población ocupada; b) mantener las aportaciones y disminuir las pensiones, y c) alguna combinación de las dos anteriores. Esta elección, evidentemente, no compete a los economistas, sino al conjunto de la sociedad, que expresa sus preferencias a través de los canales democráticos de los que se ha dotado.

Algunos profesionales de la economía ya han hecho por su cuenta la elección que corresponde a los ciudadanos y tratan de presentarla como la única posible o, para ser más exactos, como la mejor para garantizar pensiones elevadas sin aumentar las aportaciones de los futuros trabajadores cotizantes. Tal elección consiste en obligar por ley a la población a detraer una parte de su renta del periodo para invertirla en un fondo de pensiones privado. Obviemos la posible inconstitucionalidad de tal medida, aunque no es un asunto de menor importancia, para concentrarnos en los rasgos económicos de la solución. La rentabilidad de los sistemas de capitalización también depende en el largo plazo de la tasa de crecimiento económico. Si dicha tasa es insuficiente para garantizar el futuro del sistema público de pensiones, también lo será para ofrecer la rentabilidad financiera que se precisa en el privado. Un sistema de pensiones, sea de reparto o de capitalización, es un mecanismo para transferir la renta del periodo desde las clases activas a las clases pasivas. El problema, por tanto, reside en si disponemos o no de la renta suficiente para ser transferida.

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Para escapar a este problema, tanto el sistema de capitalización como el de reparto deben de abrirse a las transferencias internacionales. El primero, mediante la exportación del ahorro interno. El segundo, mediante el recurso a la inmigración y/o mediante el fomento de la natalidad. Los defensores de la capitalización obligatoria consideran que la primera elección es mejor que la segunda. Quienes defendemos el régimen actual sostenemos lo contrario. No hay garantía alguna de que las inversiones exteriores a las que se acabe dirigiendo dicho ahorro contribuyan realmente a generar el crecimiento económico global que necesitamos, nosotros y el resto de países desarrollados que, no lo olvidemos, se enfrentan al mismo problema. Por esto, resulta difícil rechazar la hipótesis de que tal solución no está pensada en realidad para garantizar el futuro de nuestras pensiones, sino para mantener de manera artificial la rentabilidad de los fondos de pensiones existentes, en un momento en el que los grandes inversores internacionales han hundido, por su avaricia, las economías de los países emergentes.

En definitiva, los defensores de la capitalización obligatoria nos proponen un intercambio en los siguientes términos: renunciemos al actual control democrático de la gestión de nuestros recursos para la vejez en beneficio del sistema financiero privado y, a cambio, recibiremos unas inciertas rentabilidades futuras sobre las que no tenemos ningún tipo de control. En el intercambio también perderíamos la cobertura actual que tienen los pensionistas contra lo que se conoce, en la jerga de la profesión, como 'riesgo de la inflación' y 'riesgo de longevidad', esto es, la garantía de que las pensiones se actualizan para mantener el poder adquisitivo y la garantía de que dicho poder se extiende hasta el final de la vida. Se pasan de listos.

Felipe Serrano es profesor de Economía en la Universidad del País Vasco.

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