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La crisis existencial de Rilke en París

Se edita en Alemania un diario inédito del poeta que narra su desesperada vida en 1902

Lo que sólo parecía un sueño dulce se convirtió también en pesadilla. Frío, nieve, lluvia, niebla, abandono, miseria y un cuartucho escuálido. Eso es lo que rodea a Rainer Maria Rilke en su primera visita a París. El poeta tiene entonces 26 años. Llega allí por vez primera en agosto de 1902. Ha dejado atrás la casa de Westerwede, cerca de Bremen, y allí se quedan su mujer, la escultora Clara Westhoff, y su hija recién nacida, Ruth. Olvidados ya los días de la escuela militar, el joven poeta es un viajero consumado. Ha estado en 1899 y 1900 en Rusia con sus amigos Lou Andreas Salomé (el primer amor) y León Tolstoi, y ahora va en busca de August Rodin, el maestro de su mujer, sobre quien quiere hacer una monografía. Pero encuentra sobre todo soledad y miedo, sequía literaria y crisis existencial. Años más tarde, el poeta le diría a Andreas Salomé que aquella etapa estuvo marcada por un 'estupor pavoroso': 'Parecía que los carruajes me traspasaran en su camino veloz, que me atravesaran sin verme siquiera, como el que salta sobre un pozo de agua putrefacta'.

Ese estado de ánimo es el que revelan las 44 páginas que han salido a la luz en Alemania publicadas por Suhrkamp en edición de lujo y facsímile autógrafo para conmemorar el 125º aniversario del nacimiento del poeta (Praga, 1875-Montreux, 1926). El año pasado, la editorial Pre-textos trajo a España los Diarios de juventud, escritos por Rilke antes de cumplir los 25 años, así que este nuevo inédito aporta datos sobre ese periodo crucial en el cual se forjan el Rilke adulto y un poeta espléndido, refinado y feroz a la vez. En París deja atrás la poesía sentimental y empieza a escribir poemas compactos, llenos de sonidos, imágenes y significados asombrosos.

El año 1902 es, pues, el año de la catarsis de un escritor precoz que ha publicado ya una primera reunión de poemas, Vida y canciones (1894), y un pequeño libro de narraciones, A lo largo de la vida (1898). De repente, Rilke está solo y es pobre. Se queda sin la asignación mensual que le pasa su padre, un funcionario de ferrocarriles empeñado en convertirlo en empleado de un banco en Praga, y eso le obliga a malvivir haciendo pequeños artículos para un periódico de Bremen.

Según anota en el diario, Rilke lleva en París una vida durísima, que le sume en una angustia infinita. Pero es ahí, dicen los expertos, donde empieza a ver el mundo con los ojos de un poeta verdadero. Los sufrimientos que aparecerán luego en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, su gran novela autobiográfica (1910), forman parte de la explosión de emociones de ese primer viaje parisino.

En los primeros meses del año Rilke había dirigido en Westerwede un drama de Maeterling, La hermana Beatriz, y había frecuentado a un amplio grupo de artistas mientras ayudaba a su mujer a exponer sus esculturas. Una etapa tranquila. Pero las lacónicas notas que escribe aquellos días, como ha señalado en La Repubblica Paola Sorge, empalidecen al lado de las mucho más vivas y sugerentes que va a escribir en la delicada agenda parisina de piel marrón que se conserva en el Archivo Rilke, de Gernsbach.

La agenda refleja que la atmósfera neblinosa y triste de París se mete hasta el tuétano en su alma melancólica, pero no todo es inactividad y lágrimas. Rilke pasea por el cementerio de Montparnasse y por los jardines de las Tullerías; hace breves paradas en los cafés para calentarse un poco, visita las galerías de arte y los museos... Enseguida se enamora de Monet y de Cézanne, como años después hará en el Prado con algunos otros maestros: 'Saludo a El Greco con entusiasmo, a Goya con asombro, a Velázquez con toda la cortesía posible', escribirá.

París 1902 son también los primeros días junto a Rodin, artista de importancia crucial en la vida y en la obra del poeta. Rememorando esas primeras visitas al escultor, del que luego se convertiría en secretario privado, Rilke le explicó en una carta: 'No llegué hasta usted solamente para hacer un estudio, era para preguntarle cómo hay que vivir. Y usted me respondió: 'Trabajando'. Lo comprendo bien. Siento que trabajar es vivir sin morir'.

Él vive en una escuálida y fría habitación de un quinto piso de la Rue de L'Abbé de l'Epée, cerca de los Jardines de Luxemburgo, pero no trabaja en un sentido estricto. Lee a Dante, a Baudelaire, La educación sentimental de Flaubert (que no le gusta nada), La gaya ciencia de Nietzsche, y sus adoradas poesías rusas. '¡Qué bonito sería escribir este diario en ruso!', anota el 7 de noviembre.

Un día, en el Jardin des Plantes, se queda fascinado con un cedro del Líbano y con los animales exóticos. Ahí nacen los versos de La pantera y La jaula de los leones. Pero sigue solo y ni siquiera le alivia la visita de Clara en octubre. El 21 de noviembre es el cumpleaños de su mujer, y Rilke apunta en su diario los preparativos para la fiesta. Un ramo de flores, un pastel, una foto de la Mona Lisa y otra de la Victoria de Samotracia, todo ello dispuesto en una pequeña mesa en el centro de la habitación. Ese momento de serenidad precede a la inminente y definitiva separación de Clara.

Por fin empieza a redactar el esperado trabajo sobre Rodin. Llega también la hora de la poesía: comienzan a tomar forma los versos que luego incluirá en el Libro de las Imágenes (1903) y en el Libro de las Horas (1905). Rilke se siente vivo de nuevo: en ese momento acaba el diario y comienza la creación poética. 'En una poesía que me sale bien hay mucha más realidad que en cualquier relación humana', confesará luego. 'Yo sólo soy real cuando estoy creando...'.

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