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El indulto prodigioso

No sabe aún la opinión pública por qué razones el Gobierno llegó a la conclusión de que habría que hacer inútil la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a un juez de la Audiencia Nacional a la pérdida de su carrera por dictar a sabiendas diversas resoluciones injustas, causando el estupor de la sociedad. Ésta no entiende que se indulte a un ex magistrado que prevaricó, mientras que sí entiende que se haga lo propio con insumisos, cuando el ejército profesional está aquí, o con una mujer que, en defensa propia, mató al marido que la maltrató durante años. El Gobierno ha mezclado supuestos absolutamente diferentes y no sabemos por qué.También tiene que explicar este Gobierno por qué ha hecho un indulto aparentemente general (por su magnitud y por los motivos abstractos que se han dado), prohibido por la Constitución; por qué ha hecho una amnistía que sólo podría hacer el Parlamento; por qué ha integrado al ex juez en la carrera judicial, algo que sólo puede hacer el Consejo General del Poder Judicial; y por qué parece haber aplicado ya el indulto, lo que es competencia exclusiva del tribunal sentenciador, o sea, del Tribunal Supremo, según el artículo 31 de la Ley del Indulto (LI). No cabe aducir que el indulto es una potestad soberana del Gobierno, es decir, arbitraria, que no tendría que justificarse, ni fiscalizarse o controlarse. No lo es.

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El indulto, en realidad, es un residuo histórico de un régimen de unidad de poder, que se inserta en el Estado democrático de división de poderes. Nuestra Constitución consagra esa división tan sana: el poder Legislativo legisla, el Ejecutivo gobierna y desarrolla las leyes, y el Judicial juzga y ejecuta lo juzgado con carácter exclusivo (artículo 117.3). Lo dijo con una sencillez aplastante la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: "Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución".

Las excepciones a la separación de poderes sólo pueden ser, por ello, extraordinarias, previstas en la Constitución y controlables. Son esencialmente dos: el decreto-ley y el indulto. Por el primero, el Ejecutivo entra en el campo del Legislativo, lo que exige su convalidación por éste. Por el segundo, el indulto, el Gobierno entra a corregir lo decidido por los jueces. Por eso no puede hacerse más que con su colaboración y cuando éstos no hayan podido restablecer la justicia material por impedirlo manifiestamente la propia ley (es el caso de quien, estando resocializado desde hace años, tenga que ingresar en prisión, o de quienes hayan cometido delitos próximos a desaparecer, como la insumisión). Asimismo, la Constitución (artículo 62) prohíbe los "indultos generales", es decir, puramente políticos o no basados en el caso individual, como el confesional argumento de que el Vaticano lo ha pedido por el fin del milenio. Además, y esto es capital, la Constitución exige que el indulto se haga "con arreglo a la ley": la Ley del Indulto obliga a que la medida de gracia sea ejecutada por el tribunal sentenciador, el Tribunal Supremo, cuyo acuerdo, según la LI, es necesario -y el Gobierno no lo tiene- para aplicar un indulto total, que es lo que ha otorgado a Liaño.

Todo lo anterior se lo ha saltado el Gobierno, que ha arropado su particular ajuste de cuentas con un despliegue de parafernalia retórica y demagógica. Obrando así ha invadido asombrosamente todos los demás poderes: el poder Legislativo, al violar la reserva de ley con la que únicamente se puede abordar una amnistía penal, y el poder Judicial, al reintegrar a Gómez de Liaño a la carrera judicial contradiciendo el Auto de la Sala Segunda de lo Penal del TS (octubre de 1999), que estableció la "pérdida definitiva" del cargo, del empleo y de los honores anejos del hasta entonces magistrado, en estricta aplicación literal del Código Penal (artículo 42).

Pretender realizar una comparación con otros indultos recientes es un ejercicio de prestidigitación. La única comparación posible se ha de realizar con el militar golpista al que se le repone el mando en tropa o con el alcalde condenado por corrupción al que se le devuelve la condición de alcalde sin tener que presentarse de nuevo a las elecciones. Ciertas interpretaciones -como la del fiscal jefe de la Audiencia Nacional- corroboran este efecto, jurídica y políticamente inaceptable, al trasladar la imagen de que el Gobierno ha "restablecido la legalidad", conculcada nada menos que por una sentencia "injusta" del Supremo.

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Este indulto tan descaradamente irregular no puede quedar inexplicado ni tolerado. Debe pasar por el control político del Parlamento y por el control judicial del Tribunal Supremo, a quien corresponde ejecutar dicho indulto. El Parlamento deberá exigir una explicación, aún no dada, al Gobierno. El Tribunal Supremo deberá aplicar el indulto, pero no sus aspectos inconstitucionales e ilegales, porque se trata de un Real Decreto, de rango inferior a la ley y a la Constitución. El Tribunal Supremo tendrá que optar, pues, entre la Constitución y la ley, de un lado, y un decreto del Gobierno en su contra, de otro. La decisión es bastante sencilla.

Diego López Garrido y Juan Fernando López Aguilar son diputados del Grupo Socialista y catedráticos de Derecho Constitucional.

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