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Tribuna:EL ASESINATO DE ERNEST LLUCH
Tribuna
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Contra el terror

A John Stuart Mill le debemos ideas y libros, gestos, conductas pensamientos, empresas e iniciativas en las que aún nos reconocemos. Su vida, que abarca el esplendor de la Inglaterra victoriana, la Inglaterra del ochocientos, fue un ejemplo de audacia intelectual, de esfuerzo pedagógico en favor de la libertad, de lucha en pos del bienestar colectivo e individual. No se contuvo. Todo lo hizo con pasión, con la entrega y el denuedo de quien sabe que la vida es un don y un logro y una hazaña. Cultivó la camaradería con naturales y extranjeros, con próximos y lejanos, esforzándose en ser un fiel corresponsal, ese amigo en quien confiar cuando precisamos ayuda, consejo o dirección. Habló diversas lenguas, sin aferrarse a una sola, lenguas muertas y vivas, lenguas que le permitieron ir más allá del corsé de su medio, de su identidad y de su herencia. Frecuentó las humanidades y las ciencias, la historia, la economía y el derecho, prodigándose en una bibliografía innumerable e imprescindible, copiosa y audaz. Y, en fin, hizo de la preocupación ética el hilo rojo con que enhebrar vida y obra.En el plazo de pocos años, tres profesores que en diversas épocas estuvieron vinculados a la Universidad de Valencia, tres profesores que ejercieron la docencia en sus aulas, han muerto abatidos por las balas, han sido acribillados: Manuel Broseta, primero; Francisco Tomás y Valiente, después, y, hace pocas horas, Ernest Lluch. No compartieron demasiadas cosas ni opiniones, no defendieron las mismas cosas, no soñaron con el mismo mañana. Pero los tres, de eso podemos estar seguros, aceptaron entre otros el ejemplo o el modelo de excelencia que había representado John Stuart Mill. No era un autor de fácil encasillamiento, de inmediata identificación en ésta o en aquélla disciplina, en el derecho o en la economía; no fue un pensador cobardemente instalado en el retiro sosegado de su gabinete, sino alguien que hizo pública expresión de sus opiniones, que vertió sus juicios, que arrostró con responsabilidad las consecuencias de su palabra. Aunque, eso sí, pudo aguardar la paz de la muerte sin que nadie le infligiera daño o se la acelerara: sólo pudo con él una odiosa erisipela.

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En un pasaje de su obra más célebre, Sobre la libertad, anota John Stuart Mill: "Si toda la especie humana opinase de modo unánime, y solamente una persona fuera de la opinión contraria, no sería más justo el imponer silencio a esta sola persona que si esta misma persona tratara de imponérselo a toda la humanidad, suponiendo que ello fuera posible (...). Pero lo que hay de particularmente malo en imponer silencio a la expresión de opiniones estriba en que supone un robo a la especie humana, a la posteridad y a la generación presente, y de modo más particular a quienes disienten de esta opinión que a los que la sustentan". En efecto, el asesinato de Ernest Lluch -como antes lo fue el de los otros dos profesores- es un daño irreparable a la persona y a sus deudos, pero es también un daño infligido a todos nosotros, a quienes podían convenir con sus opiniones y a quienes disentían de sus juicios. La pérdida no es mayor porque pudiéramos estar de acuerdo con la persona que nos han arrebatado; la pérdida es fruto de un acto canalla y bárbaro que nos amputa, que nos siega, que nos cercena. Muchos se sentían bien coincidiendo con Lluch y otros no menos nos entusiasmábamos discutiéndole sus juicios y aseveraciones. Los asesinos querían limar asperezas, eliminar aristas y encajarle a él y a nosotros en un todo único e indiferenciado; quieren, en fin, enderezar el fuste torcido de la humanidad, hacernos callar, sofocar la palabra. No lo conseguirán.

Ante la barbarie, los hombres y las mujeres vinculadas a la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Valencia, queremos transmitir a la sociedad la voluntad común de reafirmarnos en nuestras convicciones democráticas. Aquella democracia que era una aspiración hace veinticinco años es hoy en día una realidad contrastada como forma de organización política. Gracias a este marco democrático, la crítica o la abierta discrepancia sobre los asuntos y problemas que afectan a nuestra realidad vital pueden ser ejercidas en un contexto de libertad. No obstante, la organización ETA y aquellos que le son afines están haciendo todo lo que pueden para dañar e incluso destruir aquello que hemos conseguido durante los últimos veinticinco años. Nosotros, sin embargo, haciendo valer los derechos que nos asisten como ciudadanos, hemos de decirles que no conseguirán acobardarnos; que no dejaremos que nos ahoguen la libertad; que no les dejaremos que nos quiten nuestra condición de ciudadanos libres e iguales.

Con el mismo énfasis, con la misma fuerza e idéntica convicción queremos transmitir a aquellos que son nuestros representantes democráticamente elegidos que esperamos de ellos un esfuerzo supremo de comprensión y de respeto por los legítimos adversarios políticos. Toda discrepancia o cualquier proyecto político global o parcial son defendibles en el marco institucional vigente. Incluso aquellos que quieran trascenderlo. Sólo hay una condición, una única y sola condición, que los distintos proyectos y las alternativas partidarias más contrapuestas, fruto de las diversas orientaciones ideológicas, han de ser defendidas con la palabra, nunca con la violencia. Porque es un clamor entre quienes nos rodean, exigimos a nuestros representantes políticos que no acepten la existencia de otro antagonismo que el de los violentos. Sólo hay una línea que nos divide, la que separa a los demócratas de los que no lo son. Exigimos que nuestros representantes, sirviéndose del diálogo, dándole el valor que le corresponde a la palabra, afronten el problema de la erradicación de la violencia y del terror desde la unidad de los demócratas, utilizando los instrumentos que el Estado de derecho nos proporciona. Con el diálogo, con el valor de la palabra, que fueron las únicas armas que nuestro llorado Ernest Lluch utilizó en su vida, conseguiremos hacer frente común a este ciclo de sangre que nos ahoga.

Justo Serna y Joan Alcázar firman este artículo en representación de la Junta de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Valencia.

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