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Tribuna:
Tribuna
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El Rey

En tal día como hoy, hace veinticinco años, Juan Carlos de Borbón juraba el cargo de Rey de todos los españoles con el nombre de Juan Carlos I. Fue aceptado por éstos -incluso por los que se sentían republicanos- como símbolo de la esperanza de lograr por fin que nuestra nación no fuera la de los tristes destinos de cuatro guerras civiles y doce pronunciamientos en poco más de cien años, sino una nación libre con justicia social y jurídica que había brillado por su ausencia en los cuarenta años de la posguerra.El tránsito era difícil pero se había restaurado en la Jefatura del Estado una dinastía que había mantenido su autenticidad y prestigio en los largos años de la posguerra. La transición era ya el objetivo del nuevo Monarca desde sus tiempos silenciosos de Príncipe de España como pudimos comprobar Carlos Mendo y yo cuando fuimos a exponerle nuestro proyecto de EL PAÍS, un periódico que pretendía justamente -como lo hizo- favorecer esa transición con el menor trauma posible.

La conversión del régimen de dictadura personal de Franco a una democracia, con sus generales todavía con mando, no era ni fue fácil y se debe a la obra de toda una generación histórica bajo el impulso y riesgo de uno de sus miembros, el rey Juan Carlos, que tuvo el acierto inicial de nombrar, no sin habilidad política, como presidente del Gobierno a don Adolfo Suárez, a quien todos los españoles deberíamos guardar respeto y agradecimiento. La política de consenso fue la obsesión del Rey gracias a la cual se consiguió aprobar la Constitución española de 1978. En las elecciones -las primeras democráticas- que eligieron esa Cámara constituyente, el Rey se reservó el nombramiento de 40 senadores. Y, en efecto, el mismo día de las elecciones, ya empezada la votación para no influir en ella, el Rey nombró a 40 personalidades, entre las cuales tuve el honor de ser incluido. Los 40 senadores reales se dividieron espontáneamente en dos grupos parlamentarios, aproximadamente iguales en número. El nuestro, presidido por Justino de Azcárate, contó con gente de gran valía en los diversos campos del saber que reclamaba la difícil discusión y redacción de esta Ley Fundamental: el campo jurídico, el campo económico, el campo de la industria y la agricultura, y el campo literario, no menos necesario.

No sé yo si esos 40 senadores cumplimos bien el papel que nos asignamos de serenar las discusiones, evitar la presencia en aquella Cámara del payaso, el tenor o el jabalí -por tomar a préstamo esta expresión paterna-; de sugerir algunas ideas o señalar algunos caminos para llevar a buen puerto aquella Constitución. Yo pienso que sí. Pero nuestro máximo orgullo fue que, cuando se discutió si seguiría ese concepto de senadores por designación real en las futuras Asambleas, los 40, unánimemente, votamos en contra, yéndonos voluntariamente a pique, porque entendimos que un grupo así, de haber persistido, se hubiera tomado como una especie de partido del Rey, dañando, fuera verdad o no, la admirable neutralidad de la Corona.

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Cuando se dice que el Rey sólo tiene poder moderador se olvida, en primer lugar, que éste es importante en determinadas situaciones y, en segundo lugar, se olvida que el Rey tiene por su misión esencial defender el cumplimiento de la Constitución, como demostró en su actuación -que vivimos muy de cerca desde EL PAÍS- ante el golpe del 23-F, actuación que consagró su popularidad y prestigio entre todos los españoles. La fotografía recibiendo en la Zarzuela a los jefes de los principales partidos que habían estado varias horas prisioneros del teniente coronel Tejero, es conmovedora.

Pero además, Juan Carlos I, junto con S. M. la Reina, supo hacer una Monarquía sin Corte ni oropeles, lo que le permite estar más próximo a sus súbditos y entender mejor sus problemas. Ha sido, por añadidura, un embajador inigualable en sus viajes al extranjero, particularmente a nuestros países hermanos de América Latina, en algunos de los cuales reinaron, por cierto, sus antepasados. Su dominio de los idiomas ha servido muchas veces para convencer a jefes de Estado o de Gobierno en la resolución de contenciosos difíciles. Y ha sabido formar ejemplarmente al Príncipe de Asturias en las realidades de la situación actual de España, de modo que no le producirán sorpresa alguna sus problemas y querellas, cuando llegue su momento.

Si los viejos vemos la patria como aquel espacio y aquel modo de vida que sentimos enraizado en nuestro modo de ser, los jóvenes -como ya lo manifesté en otra ocasión- se sienten españoles de Europa, aunque los nacionalismos particularistas, que persisten siempre con una u otra intensidad pero que ahora retoñan con crudeza en Cataluña y, sobre todo, en Euskadi, ensombrezcan el horizonte.

Nuestro Soberano será, una vez más, el defensor de la soberanía que reside constitucionalmente en el pueblo entero de España. Veinte y pico años de vigencia es la más clara demostración de que esta Constitución de la Monarquía parlamentaria, que se aprobó en 1978, tiene músculo y porvenir, porque guarda, además, entre sus virtudes la de tener un margen y una elasticidad que permiten adaptarla sin necesidad de reformarla. Un punto no desdeñable, por ejemplo, es otorgar al Monarca, en alguna forma, el derecho de gracia.

Quizá vengan tiempos difíciles para nuestra Constitución y entremos en una zona de tempestades. Pero contamos con un piloto experto que sabe muchas cosas de la mar. Reciba S. M. el Rey, en este 25 aniversario de su subida al trono, nuestra admiración y nuestra adhesión.

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