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Entrevista:Jean-Jacques Schuhl. Escritor

"Mi prioridad es la estética"

Su abuela nació en Jerusalén y él en Marsella. Su apellido es alsaciano. Jean-Jacques Schuhl, el último premio Goncourt, tiene una voz grave y cojea víctima de una artritis. Viste un abrigo de cachemire con una hermosa bufanda que contrasta con el hecho de llevar zapatos de cuero sin calcetines. Reivindica el estatuto de intelectual, del parisianismo del ciudadano de la gran metrópoli ruidosa y vivida con furor. Detesta la noción de comunicación, el provincialismo y la Francia profunda. Ha bebido y tomado drogas en su juventud, pero ahora sólo coca-cola. De su primera novela apenas vendió, hace 30 años, 2.500 ejemplares. "Lo que está en la sombra posee también una fuerza", dice. No tuvo una infancia desgraciada. Comenzó estudios de Filosofía en Aix-en-Provence, y lo dejó. Preparó las grandes escuelas, atraído por las humanidades, y jugó mucho al tenis, pero no ha ejercido jamás profesión alguna. Mientras escribía Ingrid Caven leyó Waste Land, de T. S. Eliot. Se reclama del surrealismo y del cómico serio, de todas las mezclas y combinaciones posibles capaces de aliar en los hechos anodinos la inteligencia a los espacios más sensibles de la práctica.Pregunta. ¿Cuál sería el propósito de escribir un libro al final de este siglo?

Respuesta. Tras la clásica, romántica y modernista, yo hablaría gustoso de una época antológica. Malraux hablaba de un museo imaginario, y Borges de una biblioteca imaginaria. Eso me conviene. En mi libro he utilizado diversos estilos -novela negra, lirismo, burlesco, crónica- sin privilegiar ninguna forma o estilo.

P. ¿No cree usted que una actitud cínica consiste hoy en decir que puesto que nada se toma en serio, y la novela sentimental, humanista o de aventuras no es escribir realmente, podemos mezclarlo todo aunque con ello se haga el juego a los novelistas mediocres y a una crítica pesimista o nihilista que anuncia el fin de la literatura?

R. Yo intento habilitar un espacio de uso personal a través de un doble movimiento, lírico y distante a la vez, sin tratar las emociones directamente. Creo haber escrito, como dentro de un balón de oxígeno en una época asfixiante, una especie de utopía concreta. He retomado unas voces, unos personajes, que han desaparecido o que son minoritarios. No quería hacer nada que pesara ni posara. Como apuntaba Borges, se escribe para sí, para unos cuantos amigos, y para pasar el tiempo que nos queda. Ha supuesto también una reacción a la pesadez invasora de lo amorfo.

P. Valery decía que lo más profundo es la piel.

R. Los motivos recurrentes en este libro son las superficies. Están la piel, las alergias de la piel, lo que expresan, la hoja lisa del papel, lo superficial de las telas en la moda, la partitura musical, la nota que Fassbinder dejó al pie de la cama donde murió (con el esbozo de un guión consagrado a un filme para Ingrid Caven) y la página de papel de periódico o manuscrita. Unas cosas banales, pero yo amo los objetos ordinarios, los hoteles, las películas de Hitchcock, todo aquello que está desfasado y podemos utilizar de una manera especial.

P. Una imagen muy fuerte y terrible del libro es Yves Saint Laurent arrodillado ante una fuente con patos agrupados guareciéndose de la soledad.

R. Las dos caras del ser, el recto y verso de la identidad, me interesan. Fassbinder era un pequeñoburgués y un anarquista. Saint Laurent es pueril, aunque cuando corta, es un cirujano, un montador severo. Cortar vestidos, cortar y montar (como en el cine) textos como yo hago, revela el aspecto impulsivo y sádico que tenemos.

P. Su novela está muy escrita y hace pensar en un texto más que en una novela de corte tradicional.

R. Tengo un sentimiento de impostura cuando he escrito una bella frase. Por embelesar algo que quizá no lo merece y entonces, rápidamente, se transforma en cochinada. El cuidado de la forma es esencial. La historia es lo de menos. La materia del escrito no es otra que el lenguaje y las palabras. Necesito saber que entro en otra zona, fuera del naturalismo y el realismo.

P. ¿Piensa usted que la verdad del hombre es forzosamente trágica?

R. No creo que haya una verdad del hombre. La noción me molesta.

P. Pero la fragilidad, el fracaso de ciertas tentativas subversivas o el suicidio que aparecen en su libro son referencias dominantes y delatan una simpatía por los seres vulnerables, a los que la vida ha herido mortalmente y que se autodestruyen.

R. La mayor parte de las figuras que me interesan poseen en ellos esa melancolía. Representan algo menor, minoritario, en el sentido deleuziano. Sacan su energía de las contradicciones, de una irresistible atracción por el abismo, pero es su frecuentación de los límites que los hace fascinantes. Son personajes profundamente inactuales, y en una época en que todo reposa sobre grandes certidumbres positivistas y cálculos, sus riesgos, su gasto sin premeditación, es saludable. A veces se lo juegan todo a una carta. La nostalgia de un eco de ciertas personas que, por realizar el gesto perfecto, como el de Ordóñez en la plaza o Ingrid Caven en la escena, son capaces de arriesgarlo todo y perder el alma, me parece sublime.

P. En la sociedad del espectáculo, la divisa "Más rápido, más alto, más lejos", se hace omnipresente y oprimente. Usted la utiliza como un arma, pero ¿qué entiende por "una existencia masiva y caótica"?

R. De una manera general, todas las existencias la viven. Frente al vértigo disponemos del arte como recurso. La cuestión es cómo conseguir crear un mundo de formas que sean el reflejo de ese caos informe sin ser el mismo caótico y dotado, naturalmente, de formas accesibles.

P. Deleuze decía que sólo se puede escribir algo interesante siendo un animal, un sordomudo, o un iletrado.

R. Mallarmé quería una lengua que no debiera nada al lenguaje de la comunicación. Fue la tentativa de los surrealistas. Flaubert tenía la utopía irrealizable de un libro, de un objeto, que no reposase sobre nada. Se trata de tener esa máquina personal y que, no obstante, refleje los conflictos, la calle, las gentes, las noticias, los recuerdos.

P. Peter Handke deseaba que los artistas gobernasen el mundo pero ¿no le parece que existe un gran desfase entre las grandes obras y la realidad?

R. Carezco de filosofía definida. Mi posición no es humanista. Apenas me considero un hombre. En realidad, no es lo que tienen de más humano lo que me interesa en el hombre.

P. ¿No siente usted preocupación por el uso de la verdad?

R. Mi prioridad es la estética.

P. ¿En su opinión en qué consiste la elegancia?

R. Es siempre accidental. Como en poesía o en lo cómico. Es Cary Grant. Divertido y nunca rebuscado. Me gusta la noción de lo encontrado, que está ya ahí. No me gustan las personas "naturalmente" elegantes, sino accidentalmente elegantes, determinadas por las circunstancias y que aparece como una traición dictada por la sorpresa. Estar con alguien frustrante, feo y súbitamente, durante unos minutos, verlo comportarse refinado y bello, me encanta.

P. Usted, al contrario de la literatura en boga, es un escritor que saca la materia de su obra de lo vivido.

R. Me gustan los escritores que organizan su trabajo sobre documentos, radiografías u observaciones etnológicas, como el autoanálisis y la libertad prosaica de Bataille o Michel Leiris. Me siento cercano a las cosas experimentadas, pero haciéndolas despegar mediante una ficcionalidad.

P. ¿Qué le ha aportado el Premio Goncourt?

R. Hacer oír las voces frágiles enterradas bajo el peso de la tecnología, y el dinero de la mundialización desenfrenada y que con este premio serán amplificadas.

P. ¿No cree usted que es preciso cierto aburrimiento para escribir buena literatura?

R. Sí. Una historia no debe ser algo extraordinario. En un libro no es necesario que ocurran muchas cosas rocambolescas. Lo esencial es la musicalidad de lo escrito. La aventura de la frase. La sensación de que la lengua está naciendo a otra cosa.

P. ¿Qué es lo que más le gusta hacer además de escribir?

R. Ver pasar la gente por la calle.

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