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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Las manos de Ícaro

Mitos dolientes

Mythos

Texto basado en poemas de Henrik Nordbrandt, traducción de Rina Skeel y asesoramiento literario de Thomas Bredsdorff y Nando Taviani. Intérpretes: Kal Bredholdt, Roberta Carreri, Jan Ferslev, Tage Larsen, Iben Nagel Rasmussen , Julia Varley, Torgelir Wethal, Frans Winther. Música: Odin Teatret y canciones políticas y populares. Espacio escénico: Odin Teatret. Diseño de iluminación: Jesper Kongshaug. Dirección musical: Frans Winther. Vestuario: Odin Teatret. Dramaturgia y dirección: Eugenlo Barba. Teatro de la Abadía.

Ícaro quiso subir a lo más alto, pero cayó: en la tierra se rompieron sus manos, y cientos de manos aparecen en este espectáculo bello y duro del Odin, dirigido y creado por Eugenio Barba. Ícaro es la Revolución, con mayúscula. Quiso redimir, cambiar el mundo, crear otra civilización más justa y aquí está, muerta, con las manos rotas. Esto es un réquiem: la Internacional que cantan al principio en voz susurrada, y que luego aisladamente parece como una leve cita, es una marcha fúnebre. Un final. La Revolución tiene otras remembranzas directas, como es Grándola, que evoca la que probablemente fue la última revolución de Europa y la más breve, la que duró sólo unos bellos días de claveles y canciones. La Revolución como persona es, principalmente, el paso de un soldado de lo que fue la columna de Prestes. Cuando yo era niño, en las calles había pintadas que decían: Liberad a Prestes: Luiz Carlos Prestes fue un alzado comunista en Brasil, que perdió y fue a la cárcel. Los cuatro comunistas que había entonces en el Madrid de la República pintaban esas llamadas desesperadas para su libertad. Hay otras muchas alusiones a lo que quizá Eugenio Barba, el italiano que emigró a Escandinavia y fundó este gran pequeño teatro que deambula por el mundo, ha vivido, esperado y desesperado; como el otro creador, Atahualpa del Cioppo, a quien va dedicado el espectáculo, fundador de El Galpón de Uruguay: clandestino, exiliado, revolucionario.

El caso es éste: la Revolución es ya un mito más, como los griegos, que son los otros personajes de esta tragedia breve: Orfeo, Dédalo, Casandra. Al parecer, según el poeta Nordbrandt y según las ideas de los textos del propio teatro Odin, todos estos seres del mito son dolientes, agotados, perdidos: el Destino es, sobre todo, una crueldad; y la Historia se construye sobre un montón de basura.Varios elementos hacen difícil de comprender la obra, con cuya tesis además se puede estar de acuerdo o no, pese a que es muy cerrada y sin más salida que ella misma. Uno de esos elementos es la cultura revolucionaria que hay que tener para entender las alusiones; otra, la helenística y la forma en la que están aplicados aquellos personajes a esta eternidad. Está el idioma: aunque hay fragmentos en castellano, la parte esencial del texto se dice en danés, los poemas de Nordbrandt se pierden para nosotros y, con ellos, el argumento, o los argumentos que contiene el desarrollo de la situación. La más extraña de las oposiciones a la comprensión está en la calidad valiosísima de su teatralidad. En la infinidad de sorpresas visuales, en un lenguaje de cosas y de apariencias de verdadera creación, de poética teatral. Y la música, y las magníficas voces de los actores. Puede uno dejarse llevar de todo ello sin comprender una palabra de lo que está pasando allí, o echar mano del programa para enterarse. Pero una obra de teatro no es buena si hay que leer el programa para enterarse. Sin embargo, ese valor en sí mismo, olvidándose de tesis y contratesis, y de las palabras, puede mantener en vilo y en distintos estados de emoción al espectador. El Odin es minucioso, cuidadoso, ordenado, como si fuera la obra de un sádico-anal (en el lenguaje freudiano): coloca a los espectadores por grupos, los aprieta unos contra otros, contempla lo bien que los ha puesto; y lo mismo hace con la gravilla que ocupa el centro del espacio; limpia, barrida, dibujada: la actriz que traza en ella el Laberinto, por ejemplo, hace las líneas con el rastrillo con una perfección geométrica absoluta. No hay nada suelto: y eso se nota demasiado. Puede llegar a cansar. El espectáculo es breve, pero la parsimonia, el movimiento lento y obsesivo, los obstáculos para su comprensión, pueden durar menos que la obra.

Me pareció notar una cierta frialdad en los espectadores, cuando el contenido de la obra es cálido y humano como un suicidio. Aun así, corran ustedes al teatro de La Abadía por si consiguen una entrada. No hay más que ciento treinta plazas diarias, menos los abonos y las invitaciones. Y hoy da su última representación. Probablemente éste es su mayor defecto: se irá de Madrid sin que la hayan podido ver más de setecientas personas.

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