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Cosas dichas de soslayo

Debemos desconfiar de las "cosas dichas de soslayo", según la hermosa expresión de Saint-John Perse. Y me parece que todo, o casi todo, se dice hoy de soslayo. Hablemos, por ejemplo, de la nueva economía. Los medios de comunicación la han vendido como un futuro glorioso en el que la inteligencia, la juventud, el dinamismo y el dinero harían buenas migas. Se ha encontrado, parece, la combinación más armoniosa, la que por fin rinde tributo -contante y sonante- a la inteligencia y la que da inteligencia al dinero. El advenimiento del hombre comunista fue una quimera, como parece habernos enseñado la caída del régimen soviético, pero el del asalariado accionista parece ser una realidad. Al fin se ha encontrado la piedra filosofal, bajo la forma del surgimiento de un nuevo agente económico, figura del futuro inscrita ya en el presente: el trabajador capitalista, especie de síntesis individualista entre el socialismo y el capitalismo. En cierto modo, se trata de la interiorización del conflicto de clase, ya que, al parecer, no existe un tercer explotador. ¡La autoalienación resultante dejaría como única libertad al individuo el dar lo mejor de sí mismo!A esta síntesis se le augura el mejor de los futuros, tal como predice la evolución de las cotizaciones bursátiles. Claro está que, en ocasiones, estas últimas sufren de hipo, como se ha visto en los últimos días. Pero no hay por qué inquietarse, debido a su entusiasmo por la nueva economía, los mercados financieros no se habrían preocupado de separar el grano de la paja. Siempre serán necesarias ciertas correcciones y eso es lo que la Bolsa, en su infinita sabiduría, está haciendo. La próxima caída bursátil recibirá ex post las explicaciones más racionales. Los partidarios de su carácter ineludible ganan votos. Y es que valorar el futuro es una de las actividades más complejas y más inciertas. ¿Cómo podría ser de otro modo, sobre todo hoy, cuando el futuro ya no es lo que era?

La naturaleza humana está hecha de tal modo que cuando vuelve el crecimiento, cuando ese maravilloso dinamismo y esa exuberancia, aunque sea irracional, son aireados como ropa tendida, es cuando sufren más el paro y la pobreza. ¿Acaso la nueva economía, las opciones sobre acciones y las plusvalías bursátiles son sólo para los demás? La cuestión de las desigualdades no hace sino resurgir con más fuerza: el desarrollo de la nueva economía se produce en el primer piso y el de los empleos pagados con la mitad del salario mínimo en la planta baja.

De este modo, nos encaminamos alegremente hacia una nueva sociedad, hacia un nuevo estatuto del empleo, hacia una nueva adaptación estructural a la inestabilidad. En efecto, son muchos los expertos que nos anuncian una próxima explosión de la burbuja especulativa sobre los activos financieros y tal vez inmobiliarios. Las autoridades no dudarán entonces en entregarse al gozo de la creación monetaria para limitar las pérdidas de los capitalistas. La concepción ortodoxa de la moneda merece unos cuantos ajustes cuando la riqueza de los que poseen fortuna está en tela de juicio, pero ninguno cuando se juega la suerte de los que no tienen nada o casi nada: cuando es necesario, se combate la deflación del capital con la máxima energía; la del trabajo, simplemente se deplora. Hemos integrado esta disimetría en nuestros análisis científicos: la inflación del precio de los activos (el aumento del valor de las empresas) es condición necesaria para que crezca el empleo, y el aumento de los salarios reales es condición suficiente para que se agrave el paro. Así es como funciona el sistema y así es como se pierden las utopías. Nuestras sociedades parecen haber olvidado el secreto del reparto equitativo de los frutos del crecimiento. ¿Será no compartir nada la lógica política conservadora?

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El creciente individualismo abre abismos de beneficio, pero también de soledad. El mérito personal legitima las mayores desigualdades. Pero se silencia la inversión colectiva necesaria para hacer "merecedor" a un individuo. Ya no se sabe quién vive a costa de quién: ¿los pobres o los ricos? Pero hoy está bien visto estigmatizar a los que viven en una especie de pereza indemnizada.

No obstante, se reconoce que esa pereza es involuntaria y, por ello, en todas partes, es decir, en primer lugar en los países anglosajones, luego en aquellos que no quieren quedarse atrás en la modernidad, se desarrolla la idea del workfare, la utilización para el empleo de los gastos "pasivos" de protección social, en especial la indemnización por desempleo.

Desde luego, es deseable encontrar un empleo a aquellos que carecen de él, facilitar la vuelta al trabajo de todos aquellos a los que un accidente de la vida o de la coyuntura ha privado de este medio privilegiado de integración social. Pero la transformación del sistema de welfare en workfare plantea serios problemas. En un artículo reciente, Robert Solow planteaba esta pregunta: "¿Adivine quién va a pagar el workfare?". No es necesario echar mano de grandes teorías para responderla. Si hay paro o personas inactivas que disfrutan de la asistencia social, es que el número de empleos es insuficiente respecto a la población de los que desearían trabajar. El número de empleos, claro está, no es un dato de la naturaleza, depende de factores macroeconómicos como el crecimiento, y de la remuneración del trabajo. Los procedimientos que consisten en forzar la inserción en el mercado laboral equivalen a incrementar la intensidad de la competitividad entre trabajadores y, por lo tanto, sólo pueden tener éxito si los salarios bajan. Y como los parados están fundamentalmente representados en las categorías de menor cualificación, serán los que cobran menos quienes verán las reducciones más importantes.

El fuerte crecimiento de las desigualdades está a la vuelta de la esquina, porque la intensificación de la competencia se propagará de los "no" cualificados a los "no del todo" cualificados, etcétera, pero no afectará en absoluto a los requisitos de formación de salarios para las categorías de mayor cualificación de la población. Una forma de evitar ese aumento de las desigualdades es crear suficientes puestos de trabajo, públicos y privados, para templar el efecto competitivo del workfare. Con esta condición, el nuevo sistema podría tener todas las ventajas, pero seguramente no resultaría menos caro que el sistema existente del welfare.

En la era de la nueva economía, la reflexión se vuelve cada vez más compleja y suficientemente moralizadora como para imaginar unos modos de actuar que permitan desembocar en los remedios tradicionales en lo que a la lucha contra el paro se refiere -el descenso de los salarios-, remedios que anteriormente fueron descartados por razones sociales, pero también de coherencia económica. Más nos valdría, a fin de cuentas, poner la inteligencia al servicio de la búsqueda de soluciones sustanciales y no al servicio de la retórica.

Así pues, desde la realidad del aumento de las desigualdades hasta la promesa del advenimiento del asalariado-capitalista, se siguen diciendo las cosas "de soslayo".

Jean-Paul Fitoussi es economista francés.

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