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Inicios de la Alhambra

MANUEL ALVARAún podríamos añadir algunos antecedentes a la historia de la Alhambra. Leopoldo Torres Balbás escribió unas noticias que nos sirven de antesala al siglo XIII. A finales del siglo IX debió haber en el emplazamiento actual una especie de fortaleza, que aparece citada en luchas de indígenas y árabes; del siglo XI son las memorias del viejo zirí granadino al que ya he hecho mención y no demasiado nos añade la documentación del siglo XII para el conocimiento del castillo. Se sabe que la Alhambra fue una pequeña fortaleza antes del siglo XIII, pero de todo ello no quedan sino "algunos cimientos y pequeños paños de lienzos y muros y torres".

Pérès señala que los ziríes debieron morar en un palacio más fortaleza que palacio real, que coronaría la colina y menciona la alameda en la orilla derecha del Genil y que se hizo famosa a partir del siglo XII (Hâwr Mu'ammual) y el paseo que hubo en una colina de los alrededores de Granada (Nayd): ambos salen en páginas de evocación.

Tendremos que saltar al siglo XIV para que la estampa de la historia se mejore. Entonces hallaremos unos datos muy precisos y encontraremos hombres tan viles como los que han pasado bajo nuestros ojos, pero que nos habrán dejado uno de los monumentos más valiosos de la historia. También ahora la voz de García Gómez dará respuesta a muchas interrogaciones porque cuando contemplamos el prodigio que la Alhambra es, nos preguntamos: ¿cómo fue o cómo llegó a serlo? Decir su nombre es una evocación de grandeza. Y, sin embargo, tardías son las descripciones que tenemos del singular monumento y, por lo que atañe a su hacerse, menos que raras.

Porque el prodigio de esta criatura viva es su propia vida. Cuando por la Alhambra se deambulaba sin numerus clausus, podíamos acercarnos al frágil alabastro o al estuco más que quebradizo y comprobar que estaban intactos. De anchas formas se ha dicho: la Alhambra "ha seguido siempre viviendo porque siempre ha sido amada". Siempre quiere decir moros y cristianos, reyes y plebeyos, clásicos y románticos. Si estuvo a punto de ser volada, fue por los franceses, y el nombre de su salvador se perpetúa a la entrada de la Alcazaba.

La Alhambra es vida y fue vida. Más aún, fue un singular libro donde se labraban los poemas que valían para la ocasión, pues el estuco fácilmente podía cambiarse para elogiar lo que el tiempo deparaba u honrar al visitante ilustre. Vemos una Alhambra perfecta, quiero decir acabada, como la vio aquel hombre que nos la descubrió un día de triunfo castellano, tras la batalla de Higueruela. Yusúf Abenalmao va señalando a las sorprendidas pupilas de Juan II: "-¿Qué castillos son aquéllos? / (¡Altos son y relucían!) / -El Alhambra era, señor, / y la otra, la Mezquita; / los otros, los Alíjares, / labrados a maravilla. / El otro, Torres Bermejas, / castillo de gran valía; / el otro, el Generalife, / huerta que par no tenía".

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