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El futuro de la clonación terapéutica

En el eterno y a menudo interesado debate entre el progreso científico por una parte y las consideraciones éticas y/o religiosas por otro, conviene no perder de vista experiencias previas más o menos paralelas de las que se puedan extraer enseñanzas relevantes. En los años sesenta, poco después de la experiencia pionera de Barnard, se hacía en Japón uno de los primeros trasplantes cardiacos del mundo. Se trataba de un síntoma más del resurgir científico de un país perdedor de la Gran Guerra, pero que por entonces ya daba pruebas inequívocas de un auge tecnológico envidiable. Sucedió, sin embargo, que la sociedad japonesa, asentada sobre unas tradiciones que no habían evolucionado tan rápidamente, reaccionó con gran violencia, procesando incluso por asesinato al cirujano responsable, pese a que aparentemente todo el proceso se había llevado a cabo con las máximas garantías científicas entonces vigentes.Aparte el hecho de convertir en un calvario la vida personal y profesional del cirujano, esta reacción desmedida eliminó del panorama sanitario japonés todo tipo de trasplantes de donante cadáver durante más de treinta años. Sólo recientemente, y tras innumerables discusiones, se ha aprobado en dicho país una ley, en todo caso muy restrictiva, que intenta, con décadas de retraso, poner las primeras piedras para que en una de las primeras potencias económicas y tecnológicas del mundo dejen de fallecer todos los años miles de personas con insuficiencia hepática, pulmonar o cardiaca que en cualquier otro país desarrollado habrían sido candidatos a trasplante. Se intenta, en suma, empezar a dar alguna esperanza a los más de 100.000 japoneses con insuficiencia renal que reciben de por vida tratamiento con diálisis sin posibilidad de acceso al trasplante renal, lo cual lleva consigo no sólo unas dosis importantes de sufrimiento, sino también un coste económico enorme (el coste anual del tratamiento dialítico es de entre seis y ocho millones de pesetas).

Pero, como puede imaginarse, en un mundo cada vez más globalizado, no todos estos pacientes condenados a fallecer o a estar toda la vida ligados a una máquina se han resignado a su suerte, y, como era de esperar, aquellos con más medios económicos, conocimientos o contactos han buscado y encontrado su salvación fuera de sus fronteras, acudiendo a Estados Unidos, Europa u otros países asiáticos donde la enorme demanda de riñones ha inducido situaciones de todo punto indeseables, recogidas periódicamente por la prensa internacional.

La reciente decisión del Reino Unido con respecto a la utilización de técnicas de clonación para la obtención futura de tejidos y órganos para trasplante, y las reacciones encontradas que en un primer momento se han producido en distintos países europeos y en diversas instancias españolas, podrían, salvando las distancias, generar una situación futura paralela a la descrita en caso de triunfar localmente las tesis más conservadoras. El informe británico, elaborado con la gran seriedad que ha caracterizado a este país en procesos similares, así como la reciente autorización norteamericana a la investigación con fondos públicos de las células madre, con la consiguiente equiparación a lo que ya estaban haciendo las empresas privadas, deja pocas dudas de por dónde van a ir las cosas en los próximos años en un campo llamado a representar una verdadera revolución en todos los terrenos de la medicina y la biología. Como en tantos otros temas, intentar poner puertas al campo se antoja tan ilusorio como condenado al fracaso.

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Las voces alzadas hasta ahora desde la comunidad científica española se han inclinado mayoritariamente por una autorización controlada y estrictamente regulada de estas investigaciones, estableciendo las normas de juego y, por supuesto, los controles adecuados que eviten la clonación reproductiva, que en realidad parece ser el fantasma que inspira todo tipo de temores en los sectores que expresan las mayores reticencias. Los argumentos científicos y éticos de expertos como Marcelo Palacios poseen un peso innegable, y es muy de destacar la postura del profesor Grisolía al resaltar la contradicción en la que vivían los científicos británicos que no podían generar hasta ahora esas células madre pero sí utilizar las proporcionadas por otros laboratorios. Todo un ejercicio de hipocresía que bien podría extenderse en el futuro hasta el infinito en aquellos países que decidieran poner la proa a estas técnicas.

Pero no es ésta la mayor contradicción que puede venírsenos encima. No hace falta ser muy imaginativo para pensar qué es lo que podría ocurrir dentro de unos años si, como es de esperar, las llamadas "terapias regenerativas" basadas en la utilización de células madre pluripotenciales ofrecen soluciones parciales o definitivas a enfermedades como el Parkinson, el Alzheimer, la diabetes o la insuficiencia cardiaca, por sólo citar algunas. ¿Estarían dispuestos los españoles con estas enfermedades a renunciar a estos tratamientos una vez desarrollados y estandarizados por que hayan sido posibles en su origen gracias a las células embrionarias? ¿O simplemente aquellos que pudieran pagárselo se irían a Estados Unidos sin hacer demasiadas preguntas? O, mejor aún, ¿los importaríamos a precios astronómicos y los financiaríamos con nuestros impuestos como una prestación terapéutica más también sin hacer preguntas? Los ejemplos de un buen número de países donde la donación de órganos prácticamente no existe por motivos religiosos pero cuyas personas importantes (económicas o políticas) acuden rápidamente al extranjero a conseguirlos cuando los necesitan nos evitan hablar de hipótesis para referimos a algo ya experimentado y de lo que, por tanto, se deben extraer consecuencias.

Aunque la decisión va a corresponder en última instancia a cada país, tal como se ha señalado desde el Ministerio de Sanidad, es necesario que los organismos europeos se pronuncien en los próximos meses sobre estos temas, una vez oídas todas las partes, utilizando los argumentos más sólidos posibles y no dejándose llevar por posiciones apriorísticas rígidas. No se debe olvidar, sin embargo, que cualquier institución nacional o internacional debe intentar conseguir la mejor solución a los problemas de los ciudadanos a los que representa. Una estricta regulación que garantice los principios éticos inviolables pero que sea lo suficientemente ágil como para responder rápidamente a cualquier innovación científica, sin cerrar puertas que ya están abiertas, será la mejor solución a los nuevos retos de una sociedad que hace pocos años eran simplemente inimaginables..

Rafael Matesanz es presidente de la Comisión de Trasplantes del Consejo de Europa

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