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El final

JUVENAL SOTOAquella canción hablaba del final de un verano de mil novecientos sesenta y tantos. Yo, por entonces, era un adolescente que se bañaba en el mar de la playa de Pedregalejo, y cuando llegaban estas fechas veía cómo mis pasiones del verano que se marchaba subían a un coche con matrícula de Córdoba para no volver hasta el verano siguiente, cuando yo otra vez descubriría más pasiones cordobesas con papás que pasaban los días de agosto en pijama y zapatillas de loneta con suela de esparto, sentados en las puertas de sus casas malagueñas, hablando de cómo estallaba el calor por entre sus fundos de olivares y de "qué frescos están estos chochitos [es la forma malagueña de llamar a los altramuces] que nos comemos todas las tardes cuando el sol se encaja en las montañas de Mijas".

Aquella canción hablaba del final del verano y de que tú, mi remota pasión cordobesa de la adolescencia, partirías con él cuando terminara agosto en Málaga y la playa de Pedregalejo recuperase su soledad de desgalgadero compartido por los mismos de siempre. La Córdoba veraneante de entonces se montaba en una docena de Seat 1500 negros, dejaba el pijama a rayas colgado en la percha, las hamacas hacinadas en el fondo del jardín y una sensación mía de pérdida angustiosa que yo olvidaría en cuanto los coches terminaran de trepar por la Cuesta de la Reina.

Aquellas pasiones cordobesas de mis veranos perdidos para siempre tenían nombres irrepetibles, porque todos coinciden ahora agrupándose en uno solo que tampoco puedo recordar. Recuerdo, sin embargo, palabras de amor intenso: "Antonse nos vemo a las sais en la puerte de Lauri", o bien: "Hiiijo, áchate pallá", cuando yo intentaba emular, en la terraza del cine Las Acacias, los arrumacos coléricos entre la heroína de un carromato con destino al far west y un Rock Hudson que muchísimos años después resultaría inveteradamente gay.

Por estas fechas, mi vida de verano se acercaba, como en aquella canción, al otoño inminente y al colegio de los jesuitas: "Soto, ¿hizo usted los deberes?" "No, padre". "Ande, dedique los recreos de los próximos quince días a hacerlos". Por estas fechas, o un poco más adelante, mis pasiones cordobesas se transformaban en una hilera de curas que me mirarían con mala leche hasta el verano siguiente, cuando volvieran las niñas con sus papás empijamados, y un olor a aceitunas y a Guadalquivir se extendiera desde los Baños del Carmen hasta El Palo, del mismo modo que un chorreón de aceite se extiende por la estepa del bollo a la hora de desayunar.

Aquella canción hablaba del final de un verano de mil novecientos sesenta y tantos. Yo era un adolescente que se bañaba en el mar de la playa de Pedregalejo y que, cuando llegaban estas fechas, miraba asombrado cómo mis pasiones de Córdoba emigraban a las copas de sus olivos achicharrados por el sol de otro agosto que ya terminaba. Mi vida era entonces un ir y venir del colegio al verano, y, como en aquella canción, "Tú partirás, yo no sé hasta cuando..." Porque al siguiente verano tú serías otra pasión cordobesa y la misma, ésa cuyos nombres ahora se me agolpan en uno solo que tampoco consigo recordar.

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