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Los grillos

Nada interrumpe el cantar de los grillos. Ni el rumor desbaratado de las motos lejanas, ni el coche de la última vecina trasnochadora, ni la intuición espesa de la luz que acumula en el horizonte una raya de sombras para saltar al día. Los grillos son la respiración de la oscuridad, un sueño domado, el murmullo erótico de una tierra que no se aventura y repite la certidumbre de sus fantasías. Con la pasión metódica de las estrellas, el cantar de los grillos surge de la hierba, se clava en el aire, cruza por las ventanas abiertas y desaparece en algún hormiguero infinito del cosmos. Gracias a la testadurez minúscula del grillo, la noche adquiere una profundidad superficial, inabarcable, la dimensión de una bóveda sin fondo capaz de convertir la realidad en música: la copa de whisky, el jardín, los pinares, el mar, las luces de los barcos, las ciudades de otros continentes y el dormitorio iluminado de la mujer que se desnuda detrás de una cortina. Debajo de la bóveda perfecta de los grillos sucede aquello que debe suceder, la inexistencia del gato, el esfuerzo paciente de los frigoríficos, el silencio verde de los bosques, las penumbras en las recepciones de los hoteles, los cuerpos que se rozan al darse la vuelta en una cama y los sueños donde la gente no muere y vive historias de amor y gana fortunas a salvo de cualquier catástrofe y regresa a la infancia.Los grillos consiguen un momento de quietud perfecta, en el que la oscuridad no es un signo de interrogación. Las cosas se limitan a respirar, a suceder, a tranquilizarse en una idea amortiguada de la existencia. El viento ha borrado las últimas huellas del día en las dunas, las olas van y vienen con la disciplina juguetona de un animal doméstico, los niños duermen en sus camas, los coches descansan en el vientre señalizado de los aparcamientos y el tiempo no es un problema metafísico, ni un campo de batalla, sino la esfera del reloj, la música exacta del reloj, el universo que puede encerrarse en un cristal y que baña pacíficamente, como la canción de los grillos, las butacas del salón, las hojas de los jazmines y los interruptores de las lámparas. Por eso la luna se suspende en el cielo como un dibujo de la luna, como la postal de una ciudad con luna, porque de tanto oír a los grillos le ha entrado vocación de tiempo puro, de segundo perfecto, redondo, blanco, y olvida cualquier ejercicio de conciencia y descubre en el interior de sus ciclos un alma de porcelana, de adorno central en el paisaje de este universo al que no le falta detalle.

El cantar de los grillos es un hilo de plata movediza que nos une a la realidad inmóvil y nos invita al deseo inmediato de dejarse estar, más allá de cualquier decisión, habitantes de un mundo en el que las sospechas pierden profundidad y las intuiciones son una forma de regreso, porque todo sucede en la fugacidad eterna de un paréntesis, en el desplazamiento de cualquier responsabilidad, del libro al jardín, del jardín a la ventana, de la ventana a la luna, al mar, a los bosques, a las estrellas y a los televisores. El cantar de los grillos convierte las palabras en un parpadeo: es peligroso, quizá no sabe que miente, pero ha aprendido a sonreír con el cálculo de un estafador.

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