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Reportaje:PANEL DE AGOSTO

Viaje a los islotes de la frescura

Los viejos portales son algunos de los pocos oasis donde cabe combatir eficazmente los rigores estivales de agosto

Cuando agosto estrangula Madrid con su sequedad más hiriente y ciega con la gasa de cien calimas la sierra azul de Guadarrama -su horizonte-, se apodera del visitante una zozobra atenazadora. El forastero desconoce que huir entonces de la ciudad es un error. Porque, cuando agosto abrasa, no hay refugio que valga en cien kilómetros a la redonda: el sol se desploma sobre todas las cabezas, agrede a todas las pupilas. De Madrid adentro, apenas mitigan la tribulación del sofoco las terrazas, los parques ni las bebidas; no hay refresco que sacie de verdad la sed. Pocos creen que exista un solo remanso donde esconderse. Pero el forastero ha de saber que sí existe ese refugio. Es el paraje que cobija la oquedad de los portales de muchas veteranas casas. Ellos han sido los únicos oasis que la ciudad albergaba en el estío, verdaderos aljibes de frescor y de penumbra. Han sido enaltecidos por el paisano de Rubén Darío, escritor también y ex-vicepresidente del Gobierno de Nicaragua, Sergio Ramírez, que pasó aquí temporadas juveniles durante los años 60: "Creo que la ciudad provinciana que conocí entonces hoy ya ha dejado de serlo", dijo Ramírez un verano pasado. "Sin embargo", añade, "el centro de la ciudad sigue estando lleno de sorpresas: entonces como ahora, Madrid te pide que entres en el frescor de sus portales, que metas la cabeza y contemples la belleza de sus escaleras, de sus viejos ascensores, sus patios llenos de silencio: todas esas molduras y vidrieras... objetos que dan sentido a la historia de la ciudad". Son los portales madrileños parajes de tránsito y de enigma, como úteros urbanos. En sus rinconces cabe ver varaderos de bicicletas cromadas, bajo los huecos de escaleras; también muestran vitrales polícromos de junturas emplomadas por donde la mañana intenta filtrarse hacia las plantas bajas de las casas; cuando lo logra, las vivifica en silencio, tiñendo los muros que alcanza con hebras movedizas de luz anaranjada, azul y siena. Hay en los portales más suntuosos del barrio de Salamanca, de Chamberí, de las calles de Fortuny y de Almagro, estatuas de musas de pecho desnudo, hornacinas huecas, losetas de mármol o entablamientos bruñidos por cera que marcan el camino hacia las puertas de madera aromada, timbradas con esas placas relucientes de los pisos caros, por cuyos quicios escapan fragancias y plateados humos de cigarros, sonidos de palabras importantes que se pierden al instante. Portales de casas algo menos confortables cobijan chiscones donde senderistas almacenan petates y escudillas, a la espera de aventuras. Otros portales son al mediodía el ámbito de los mejores olores de las fresqueras de sus casas y, por las tardes, el de los peores olores. Los porteros madrileños, esto es, aquellos empleados de fincas urbanas que viven en la casa donde trabajan, por lo que se les descuenta un 15% de su salario, cobran hoy en torno a 470 pesetas de cada vecino por recoger la basura. Madrid llegó a contar, hace 20 años con 18.000 porteras y porteros sindicados. Hoy al menos 10.000 de ellos se hallan organizados en asociaciones gremiales y sindicatos. Los que no viven en las casas son llamados conserjes. Hay toda una gama de figuras laborales afines recogidas bajo nombres como jardineros, limpiadores y vigilantes. Todos ellos son notarios del vivir de los vecinos, celadores también de su correspondencia y de sus búsquedas en los buzones de noticias que, en verano, se reciben más gratamente al amor de la frescura de los portales. Nadie sabe con exactitud de dónde procede ese frescor. Es un enigma. Un campesino dirá que sucede igual que con los montes, en las zonas de umbría, adormecidas por la sombra y las de sol, abrasadas por el sol. Otros aseguran que la humedad surge de ese laberinto de decenas de kilómetros de viajes de agua, conductos abovedados construidos en la Edad Media en el subsuelo de la ciudad por persas expertos en hidráulica: los inclinaron desde los manantiales de las zonas altas, Fuencarral, Plaza de Castilla, a semejanza de los qanat que perforan los campos iraníes. Mientras se resuelve el enigma, miles de madrileños y forasteros acarician el sueño de pasar el verano al amor de su frescura.

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