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Tribuna:DEBATESAgosto
Tribuna
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Sin Dios

Dios no está. Pero si Dios eligiera un espacio para desplegar su batería de efectos especiales, éste sería el mes de agosto. El sol es más feroz, es más famoso. El cielo se funde sobre las cabezas de los veraneantes y los veraneantes sudan el sudor de Dios. Un sol de justicia. La mórbida justicia de un dios gordo, tal como ha de ser el verdadero Dios. Apanzurrado, derritiendo sus jugos sobre los seres mortales.Agosto es la extrema destilación de Dios, y todos estamos aquí, en la costa mediterránea, chapoteando en su gloriosa ausencia. Buena parte de la civilización urbana occidental no tiene otra oportunidad de observar el cielo en cueros más allá de este mes. Su globalidad completa y hastiada de luz. Y mediante esta observación descubre también el espacio que Dios ha abierto a sus espaldas. No cualquier clase de espacio. Un espacio azotado y reflectante. Pero ¿cómo soportar este mes? ¿Cómo hacer frente a su provocación sin sucumbir a sus derroches, sus altos teatros y sus piras?

El verano no es sólo una estación. Se comporta como una espacialidad a través de la cual hay que abrirse paso. El cuerpo palpa bultos y muslos, sortea dunas y destrozos, aparta adelfas y ensaimadas. Todo el espacio está ocupado por argumentos de incendios, culos, reflejos y armarios exorbitantes. Agosto es un desierto donde un ampuloso mar desborda los confines. En medio del gran desplome teologal, el espectador trata de captar alguna brisa, pero otra luminosidad vuelve a arrollarlo. El resplandor rueda sobre la memoria y se deshace en toneladas de luz. Imposible obtener un cálculo bajo ese sol circunfuso. No admite el soborno porque todo él es desmesura, no permite el más allá porque ésa es su pestilencia. En medio de su atronadora luz, todo está comprendido, incluida la posibilidad de flotar y morir.

La muerte, cualquiera que sea, esmalta las paredes de esta inclemencia. El invierno ofrece la muerte acompasada. La muerte, que otea desde los ojos cóncavos y conduce suavemente hasta la fosa. No hay tirones ni trapisonda. El invierno es geómetra y nemotécnico, conserva su etiqueta. Morir en invierno es morir al final del tiempo, amparado por el tiempo y quién podría discutir que a causa del tiempo. Pero, en verano, la sangre ruge. En cada catafalco se tensa la musculatura del difunto para defenderse de la trascendencia. Desde esta energía se alza una máquina humana contra la adornada eternidad, la misericordia celestial y los ángeles hambrientos de camareras.

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Únicamente Dios poseía una cabeza ignífuga en alguna parte del planeta mientras la humanidad se hornea. Pero Dios no está. Tan sólo se contempla su irisada ausencia. Vacío toral donde el cristal del mar y los desiertos abjuran.

Dios ha dispuesto su mudanza hacia otras zonas heladas. Ha cortado la onda de todos los satélites. Los cordones de todos los pacientes. Los muertos mueren sin sacramento verdadero y las corrupciones prosiguen sin auxilio divino. Los feligreses son conscientes de este caos revelador. A diferencia de los inviernos, en que Dios se instala ahí con sus manos de manicura anotando el minutaje de la edad, ahora su indolencia es manifiesta. El cielo despejado da una idea de la capitulación divina.

Dios no está, yace en el centro de la Antártida, echada su anatomía labrada sobre un área de millones de kilómetros cuadrados, bajo la claraboya de ozono.

Sin Dios aquí, el tiempo es impalpable y el espacio lo gobierna todo. En él matamos y comemos, en él somos requeridos o burlados. El verano es geografía. Vale más, es más sangrante, en cuanto menos pende de la temporalidad y más se complace en su carne abovedada. En las ondulaciones de la luz de lujo. Sin Dios, el tiempo se transforma en luz total. Y la luz discurre por el espacio lamiendo sus tegumentos, abriendo sus brazos de cianuro, desenlazando la sustancia del tiempo en una piel sin deficiencias. Agosto es una categoría superreal. El sueño de liberación a través de la fulminación del día. La conversión de la hora en limadura, del tiempo en un peinado. Emergencia de una realidad que ha barrido las basuras del tiempo y reciclado sus detritus en bíceps de resplandor.

En la zona polar, en el lejano suroeste de Tabarca o en los contornos de las supernovas, Dios abre el armario de luna, se desabrocha la camisa blanca y abandona su Patek Philippe. En agosto, Dios excedente, el tiempo se extravía y los vacíos se transmutan en pantanos de claridad.

Espacio absoluto. Espacio que humea luz. Humo que se expande y memora la génesis del mundo, el carbón, los huérfanos, los atletas, las chicas.

El espacio no existió nunca sin luz, ni seguirá después de su muerte. Sin luminosidad no hay lugar. No existe dónde ir ni por dónde ir. No se puede firmar ni filmar. Es irrelevante dónde se está. O mejor: ya no puede hablarse de estar y sólo cabe la oportunidad de ser. De ser inmóvil, objeto pleno y enfocado. Es así como en este ámbito donde se veranea no hay indicios de la muerte usada y conocida. Todo parece barrido en agosto para que lleguen los veraneantes en tropel a disfrutar de un espacio baldeado. El imperio sin Dios ni tiempo. Una explosión de cristal se ha coagulado, un código genital ateza la atmósfera y una felicidad desnuda pasea suelta ante la orquesta de luz.

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