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El hipermercado urbanístico.

En un verano de saltos en el vacío, el Gobierno ha rizado el rizo de su campaña de reformas estructurales alterando el frágil equilibrio interno que mantenían las farmacias, los comercios, los libros y el suelo, dentro de la oleada desreguladora que nos invade como consecuencia de la versión unidireccional de la nueva economía y los procesos de globalización.Hace unos años, en otra de estas oleadas, el tráfico aéreo, los carburantes y los servicios también se liberalizaron anunciando a bombo y platillo inmediatas bajadas de precios que hoy son cuestionadas por los pactos de precios y tarifas que se observan precisamente en los operadores de sectores que crean más inflación. En pleno cruce de acusaciones sobre precios pactados, en Europa se convocan actos de rechazo de medidas liberalizadoras que, a fuer de serlo, se convierten en monopolistas. Apenas una mirada basta para comprobar lo poco inocentes que son esas medidas en apariencia dispares o contradictorias, por ejemplo, entre la alimentación y los carburantes, o entre los libros y los horarios comerciales, o las farmacias y el suelo.

El binomio que cierra el círculo y riza el rizo liberalizador es el de la gasolinera y el hipermercado. Juntos constituyen, en su forma más real, el reto al que aspiran quienes quieren el control único de los beneficios en los sectores de inversión en capital inmovilizado en bienes inmuebles, puesto que el de las telecomunicaciones, más limpio, menos tangible -o plano, que diría Vicente Verdú-, ya tiene sus propias oligarquías. Fijar precios a su antojo y dirigir inversiones a los ámbitos más especulativos de los mercados de nuevas tecnologías, sin que nadie tenga por qué preocuparse, parece una tendencia heredada de la gestión liberal intervencionista del pasado, pero ahora en materia de los sectores punta de la sociedad de la información. En cambio, esa otra parte que se refiere a mercados reales -en el sentido en que se pueden pisar con el suelo- queda para buscar la fórmula mágica que, reorientando el consumo y el ocio de los incautos que somos la mayoría, paguemos tributos al Estado y sus empresas- piloto dando vivas a la modernidad y a las ventajas de ese mundo de los mercados que cada vez se podría poner más en singular y encontrarse en menos manos.

La vuelta de tuerca del tándem hipermercado-gasolinera representa a la vez toda la política de cambios culturales en la que nos quieren sumergir dentro del hemisferio norte de la vida occidental en el "planeta americano", pero sin perder las viejas características autárquicas del modelo de capital monopolista que tan bien diseñó para sus intereses el franquismo. Así, mientras en las nuevas tecnologías nos aplicamos al modelo Clinton-Blair, en las de distribución nos enajenamos a las cadenas de distribución alimentaria y de consumo, con gasolina incluida, y lo que apuntamos es al modelo de movilidad automóvil con el monopolio o "casi monopolio" de los sectores que controlan todo el mercado de distribución de alimentos y carburantes. En lugar de la cartilla de racionamiento, la tarjeta de abundancia reconoce a la vez las bandas magnéticas de ambas instalaciones, y en ambas se entrega desmedida y satisfecha, como una parábola hiperrealista de ese mercado único que en las telecomunicaciones no se ve, pero en el hipermercado-gasolinera se pisa y se toca.

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La discrecionalidad y el pacto de precios ataca así al consumidor en el punto donde se encuentra más inerme, pues son los productos de primera necesidad los que se agrupan en el que se pretende mercado único de ambos, aunque se tenga la opción de elegir alguna marca o cadena a la que atarse un poco más si cabe. Los usuarios tienen que creerse la ficción del mercado libre, a la vez que compran y distraen su ocio en un espacio económico y cultural cada vez más intervenido y cerrado, pues es éste el que más impronta deja en la vida cotidiana, el que más subvierte las relaciones con el entorno de la ciudad -ya para siempre en automóvil- y el que más facilita la invasión de productos de clientela cautiva, que sólo a ese precio se pueden encontrar en ese sitio.

Para hacer más efectiva esa belicosa campaña contra las formas de vida de la ciudad mediterránea que nos identifican y para camuflar mejor las incesantes subidas de precios del mercado inmobiliario -la vivienda disparada entre un 6,5% y un 14% de aumento de precio y dejando una carga aproximada del 42% en la economía familiar, en tanto que más de 2,5 millones de viviendas siguen vacías en España- ha hecho falta actuar de forma intervencionista sobre el mercado del suelo. Una intervención despótica sobre la soberanía municipal consagrada por la Constitución permite propalar que el suelo se liberaliza para ayudar a bajar el precio de la vivienda, cuando lo que se trata es de redondear el círculo del hipermercado urbanístico del capital inmovilizado y especulativo, aumentando la carga diferida de urbanización en los escalones de menor valor añadido y más bajo potencial innovador. Porque "liberalizar" así los mercados inmobiliarios significa dejarlos en manos de los sectores de concentración monopolista que están surgiendo en la economía de primera necesidad, en los que se opera con un mayor porcentaje de población (y de beneficio), en tanto que se extiende la economía más cara y difícil de manipular de la red y las telecomunicaciones.

A la concentración de los hipermercados y al monopolio encubierto de las redes de estaciones de servicio de las compañías de suministro de carburantes les viene muy bien actuar con libertad en el actual suelo no urbanizable, sin compromisos con el planeamiento urbanístico y sin cargas de urbanización, pues su instalación depende de la discrecionalidad de la legislación estatal de suelo, sin necesidad de rendir cuentas a nadie a los seis meses de solicitar la licencia.

Por eso no deja de ser sintomático que, una vez autorizadas las fusiones de las compañías de distribución de los hipermercados y liberalizadas en éstos las implantaciones de estaciones de suministro de gasolina, se hable de poner al frente del mayor grupo inversor en ese mercado al ex ministro de Fomento, Transporte y Telecomunicaciones, pues así -sin mencionar las incompatibilidades- se compatibiliza mejor la gestión dual de la nueva pareja de moda Hipermercado-Gasolinera, haciendo del suelo en España un hipermercado a gran escala en el que los ayuntamientos son meros comparsas de la gestión de su territorio. De eso ya se encargará el ex ministro-presidente de los hipermercados españoles, cuya liberalización de mercados de suelo y telecomunicaciones tan excelentes resultados parece haberle producido a él y a sus multinacionales de referencia.

Todo un éxito para que luego los urbanistas y los alcaldes intentemos convencer a la ciudadanía de que las formas de vida son la primera seña de identidad y el mecanismo más elocuente de la cultura de la ciudad democrática, innovadora y solidaria.

Carlos Hernández Pezzi es arquitecto y urbanista, patrono de la Fundación Alternativas, coautor de La Ciudad Compartida

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