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Aranzadi reeditado

LUIS DANIEL IZPIZUALe debo mucho a mi amigo Juan Aranzadi. Junto con él di un paso que fue crucial en mi vida, no sé si lo fue tanto en la suya: el que nos llevó del estudio de los genes al estudio de las gentes. Fueron aquellos unos años convulsos, de desconcierto, en los que quisimos desembarazarnos de todo nuestro legado, yo diría que hasta de nuestros cuerpos. Después, alguna vez hemos lamentado nuestra estéril iconoclasia de entonces. Teníamos que haber aprendido más, en lugar de convertir en divina retórica nuestra ignorancia. Como nuevos adanes, mordíamos la manzana y decretábamos su sabor. Pero nos resistíamos a reconocer nuestra desnudez y a salir expulsados del Paraíso. No veíamos autoridad alguna que nos dictara hacerlo, y anulada la causa parecía evidente que el efecto no tuviera vigencia. Pero fuimos expulsados del Paraíso, y conocimos el dolor y la crueldad y aprendimos a valorarlos. Los sufrimos en nuestra propia carne. La experiencia, por lo tanto, no fue tan negativa y algo nos queda aún de todo aquello. Sí, algo nos queda.

Lo que primero llama la atención en Juan es su inmenso talento y su capacidad para verbalizar hasta ese no sé qué que nunca sabemos expresar. Su palabra es deslumbrante y aborrece las nebulosas. Lo que luego recabará nuestra atención es su humor, autocrítico y mordaz, pero que es donde, curiosamente, mejor se suele manifestar su afecto. Porque ese humor contra sí mismo inmediatamente te incluye. Además, sólo por afecto, nunca por debilidad o estupidez, es capaz de ceder a la extrema exigencia de su razón. Ahora acaba de reeditar su célebre Milenarismo vasco, ese libro crucial escrito con audacia y genio y que abrió una brecha decisiva en el papanatismo cultural de la época. El mito kitsch de nuestra diferencia, que tanto se cultivaba entonces, se nos reveló a partir de ese libro como el folclore inocuo con el que suele construir sus rendijas la crueldad.

Pero hoy no quiero hablar de ese libro, altamente recomendable siempre, sino dialogar con Juan a propósito de una entrevista aparecida en este periódico. Sé que le hastía este tema, como sé la resistencia que opuso a la reedición de su libro. Pero me voy a tomar la licencia de reflexionar con él partiendo de sus afirmaciones más polémicas. Por ejemplo, cuando declara que le sorprende que se diga que las cosas están peor que nunca. Intuyo un cierto escándalo detrás de esas palabras, y una denuncia velada a nuestra cobardía hipócrita. Porque es cierto que hace veinte años ETA asesinaba mucho más que ahora y que esa simple constatación cuantitativa podía ser un indicador de una mejoría. Pero el círculo del terror se ha ampliado y su efecto desestabilizador también, por más que esa azarosa crueldad deje muy al descubierto nuestras miserias. Recuerdo que hace una docena de años le comenté: han asesinado a un taxista, y se manifestarán los taxistas. El resto encontraría con rapidez una excusa para ponerse a salvo. Para los taxistas, por supuesto, las cosas estaban ya muy mal entonces. Pero los taxistas no hablaban, o hablaban más bien poco.

Los que sí hablan, en cambio, son muchos de los que en la actualidad ven en peligro su integridad física. Y la ven en peligro precisamente por hablar. En esta audacia ve Juan un claro testimonio de la mejoría de la situación. Los no nacionalistas, afirma, ahora no se callan y se enfrentan a ETA; antes se callaban. El círculo vicioso está servido. Porque, quien habla no es consciente de que por el mero hecho de hablar su situación ha mejorado, y no lo es porque cuando habla ve en peligro su vida. Para él, la situación está peor que nunca. La paradoja nos sitúa ante una encrucijada ética que cuestiona el papel desempeñado por los intelectuales en el llamado conflicto vasco y que deja en evidencia las limitaciones que nuestra cobardía moral impone a nuestra capacidad de juicio. De acuerdo. Pero no es del todo cierto que la dramatización de la situación actual se deba a intereses meramente políticos. Quien sufre la crueldad, y es capaz de denunciarla, está pidiendo que se dé fin a su situación. Cuando la violencia ha alcanzado a una voz que puede denunciarla, ésta extrema su acento y acoge en su protesta a todos aquellos sectores que fueron condenados al silencio más vergonzoso.

El final de ETA vendrá, como dice Juan, porque le detengan los comandos o se convenza de su derrota. Pero para ello es necesario que los partidos políticos estén por la labor. Y que su crueldad quede bien manifiesta.

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