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Mayúsculas.

Cuando las palabras escritas con mayúsculas empiezan a ocupar un lugar importante en el lenguaje, desplazando al modesto vocabulario cotidiano, hay que comenzar a preocuparse. A más de un ser humano de carne y hueso le ha costado la vida el imperio de esas grandes palabras cuando adquieren vida propia y pretenden regir la existencia de quienes las pronuncian. Abundan los ejemplos históricos: Raza, Imperio, Razón, Progreso, Estado y, más recientemente, Mercado y Globalización. El concepto de Patria o Nación sigue el mismo camino: los nacionalismos virulentos que nos invaden postulan la existencia de un "ser nacional" de carácter metafísico, situado más allá de las decisiones concretas de los hombres, hasta el punto de que puede exigir hasta el sacrificio de la vida de quienes están sometidos a su imperio. O, lo que es más grave, el sacrificio de quienes no quieren someterse.La expresión "ser nacional" se sitúa así en un plano trascendente, donde no lo alcanzan las contingencias de la vida cotidiana. Cualquier intento de definir ese "ser nacional" reduciéndolo a contenidos concretos como el idioma, las costumbres, la cultura, el paisaje o la gastronomía provocará la reacción indignada de quienes postulan una esencia permanente, situada más allá del mundo real en que ese pueblo vive su vida: "No es sólo eso", dirán, "está en juego nuestra identidad como pueblo".

No existe ninguna metafísica inocente, y ésta tampoco lo es. Porque, como sucede siempre, detrás de estas mayúsculas se esconden intereses minúsculos, que sí tienen nombres y apellidos y que prefieren proteger su identidad personal tras la supuesta identidad de todo un pueblo. Desde siempre, el poder ha necesitado legitimaciones más prestigiosas que el mero deseo de dominar: antes, el soberano decía que gobernaba en nombre de Dios; más adelante fue el servicio a la Patria o al Pueblo. Pero siempre se encontró una mayúscula que se prestara a arropar la ambición personal, de poder, cuyo reconocimiento resulta políticamente incorrecto. De ahí la devoción que el nacionalismo provoca en la clase política: no es lo mismo ser alcalde de un Ayuntamiento, presidente de una Autonomía o jefe de un Estado.

Pero se entiende menos el fervor nacionalista de los ciudadanos de a pie, aquellos cuyas relaciones con el poder se limitan a delegar su supuesta soberanía en manos de quienes toman las decisiones. La democracia, como sabemos todos, no significa "gobierno del pueblo", pese a su etimología. El pueblo ni ha gobernado ni gobierna en ningún país del mundo: se limita a legitimar por medio del voto el ejercicio del poder de una clase política y a controlar en alguna medida su ejercicio, asegurando así la publicidad de las decisiones legislativas y la alternancia pacífica de los gobernantes. Lo cual no es poco y es razón suficiente para defender el sistema democrático contra los autoritarismos de todo signo, en los cuales desaparece aun esa modesta participación de los ciudadanos en el ejercicio del poder.

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Si esto es así -y creo que lo es-, cabe preguntarse si el origen étnico de sus gobernantes constituye realmente un problema importante para el pueblo llano. Me inclino más bien a sospechar que el concepto metafísico del "ser nacional" resulta muy útil a determinada clase política para investir su mandato de una dignidad trascendente y de paso soslayar los problemas centrales que afectan a los ciudadanos y de los cuales depende, por ejemplo, su estabilidad en el trabajo, la calidad de la educación y la sanidad, las políticas de inmigración, el papel que juega en las relaciones internacionales Dígase lo que se diga, las ideologías no han muerto, como anunciaron algunos profetas: no es lo mismo un Gobierno de derechas que uno de izquierdas, una política liberal que una política socialista, pese a que hayamos asistido a sospechosos travestismos en los últimos años. Desde este punto de vista, resulta sorprendente constatar las actuales alianzas políticas en el País Vasco, donde proliferan matrimonios cuyo único vínculo de unión radica en la fe compartida en una "construcción nacional" tan abstracta como indefinible. Y más sorprendente aún resulta observar cómo numerosos jóvenes situados ideológicamente en la izquierda posponen las luchas políticas que definirían un modelo de sociedad progresista concentrando sus esfuerzos en una hipotética "identidad nacional" que, sin ser profetas, podríamos sospechar por qué manos sería gestionada en caso de construirse. Ni siquiera los individuos gozan de esa "identidad": la vida de las personas, como la de los pueblos, se define por un cúmulo de relaciones y acuerdos concretos y fluctuantes, antes que por esencias inmutables.

No siempre el nacionalismo ha jugado este papel encubridor, por supuesto. Sin remontarnos a la importancia que tuvo en la lucha contra los absolutismos durante la formación de los Estados nacionales, hay que reconocer el papel positivo que ha jugado y aún juega en la emancipación de tantos pueblos sometidos y explotados por potencias coloniales. Cuando a un pueblo se lo oprime económica y culturalmente, cuando se reserva a sus habitantes los trabajos peor remunerados, cuando se le impide por la fuerza cultivar su lengua y sus costumbres y se le imponen gobernantes cuya función principal consiste en gestionar la explotación de sus recursos, el nacionalismo constituye una saludable expresión de legítima defensa. Pero parece difícil reconocer al País Vasco -por ejemplo- en este retrato. El problema real es otro. En estos tiempos de globalización, la opresión de los pueblos depende cada vez menos de las fronteras nacionales: mientras los habitantes de una nación emplean valiosas energías en discutir acerca de las banderas que deben ondear en un Ayuntamiento, las decisiones importantes se fraguan en anónimos despachos apátridas, encantados al comprobar que sus críticos potenciales dedican sus esfuerzos a problemas que poco les afectan.

Esto no significa negar aspiraciones tan evidentes como la necesaria descentralización del Poder, el acercamiento de los gobernantes a las comunidades locales, el cultivo de las culturas regionales. Pero no es esto lo que se discute. Estas reivindicaciones, cuya importancia nadie niega, son propias de un saludable nacionalismo con minúsculas que no necesita investirlas de un carácter épico, y mucho menos exigir el sacrificio de la vida propia o ajena (sobre todo ajena) para luchar por ellas. La gestión descentralizada de la seguridad social o de la recaudación impositiva poco tienen que ver con la abstracta "identidad nacional" o la "soberanía sobre el destino histórico del Pueblo", discursos que ayudan a ocultar el verdadero problema por el cual se debe y se puede luchar: convertir este mundo amenazado por la globalización financiera en un lugar habitable para todos los seres humanos del planeta, vivan donde vivan.

Augusto Klappenbach es catedrático de Filosofía de bachillerato.

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