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Pulgarcito y Cía.

Hace algún tiempo adquirí, en la sección de discos de unos grandes almacenes, una cinta de casete que contiene varios relatos infantiles. La función de estas cintas suele ser la de distraer a los niños durante un viaje y, como los pobres aguantan lo que les echen, aguantan estas infames versiones que parecen hechas por un grupo de desocupados en un estudio de grabación de la señorita Pepis.Con todo, no son lo peor la desvergonzada compañía de actores, la detestable escenificación auditiva, la pobreza de medios técnicos que emplean o la adaptación del cuento, que carece de cualquier sentido de la composición de una historia, sino la manipulación respecto al original elegido. Para que se hagan una idea, les voy a contar lo que sucede con nuestro bien conocido Pulgarcito.

El cuento de Pulgarcito, como recordarán, relata una historia muy dramática: el abandono de unos niños a su suerte en un bosque por parte de sus padres para que perezcan devorados por las fieras y las alimañas. Es un relato típico de las hambrunas históricas que están en la base de tantos relatos populares. No hay comida, la muerte es segura y prefieren no ver morir uno a uno a los niños ante sus ojos. La parte positiva del cuento, su ejemplaridad, está en la decisión y valentía de Pulgarcito para enfrentarse a su situación. El pequeño ha oído a sus padres hablar de la situación y de la resolución que, bien a su pesar, han tomado y, sin reproche ni rencor, pues el asunto es tan inevitable como real el hambre, resuelve hacerse con unas piedrecitas para marcar el camino y poder regresar.

Bien. Pues estaba yo escuchando el cuento en la maldita cinta cuando me encuentro con que, tratando de quitar hierro al asunto y para hacerlo aceptable a nuestros bien alimentados niños, lo único que se cuenta es que el padre del relato -que evidentemente los alimenta y viste sin dificultad y se le supone un saneado trabajo de leñador- se los lleva al bosque a jugar mientras trabaja y los niños se le pierden de lo bien que lo pasan. Así ocurre una primera y una segunda vez, de donde se deduce que cuando los padres llevan a sus hijos al monte lo normal es que se pierdan. Pero, por si este mensaje de desconfianza no fuera suficiente, Pulgarcito, nada más oír que su padre se los lleva con él al monte, se pone urgentemente a recoger piedrecitas, porque es evidente que no se fía.

-¡Horror! -pensará-. ¡Otra vez al campo con el descuidado éste y otra noche a la intemperie!

¿Qué es lo que ha ocurrido? Muy sencillo: al extraer el conflicto dramático -la hambruna- que está en el origen del relato y cuyo mensaje es perfectamente positivo, pues muestra el valor del esfuerzo y de la inteligencia para salir adelante en la dificultad, el cuento se convierte en un disparate cuyo mensaje es absolutamente perverso: que no hay que fiarse de los padres, que sólo están a lo suyo. El resultado me recuerda a la famosa pifia de la censura franquista cuando, en la película Mogambo, por evitar mostrar un adulterio lo convirtieron en un incesto.

Pero lo peor no es la estupidez y la ñoñería que encierra este caso. Vivimos tiempos en que los niños están forrados de toda clase de objetos de consumo, pero están desatendidos por sus padres en lo que respecta a la educación propiamente dicha. Lo que no obsta para que, en contradicción, consideren educativo convertir en políticamente correctos elementos educativos clásicos tan notables como son los cuentos infantiles. El punto de unión de ambas situaciones es la desatención. Que el colegio y los objetos eduquen a los niños -parecen decir los padres-, que bastante ocupados estamos ganando el dinero que nos cuestan. Aunque, quién sabe. A lo mejor, esa visión de los padres con la vida resuelta y un trabajo estable, que se llevan a sus alimentados hijos al monte y los pierden sistemáticamente, quizá no sea una visión políticamente correcta, sino la cruda y temible realidad.

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