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Problemas con los amigos y los Estados

Miguel Ángel Fernández Ordoñez

A la oposición no le gustaba que el Gobierno entregase la gestión de las empresas privatizadas a sus amigos, y ahora a éste le molesta que los Estados extranjeros entren en el capital de las empresas privadas. Se comprende el disgusto de oposición y Gobierno porque en ambos casos se abre la posibilidad de que las empresas se usen para fines distintos del servicio a los consumidores y a los accionistas. Es lógica la desconfianza de unos y otros porque muchas de esas empresas no son normales, sino que disfrutan de privilegios monopolísticos.Se puede creer, pues, en las buenas intenciones que han llevado al Gobierno a obstaculizar la operación Telefónica-KPN (empresa participada por el Estado holandés) y a impedir la compra de Hidrocantábrico por parte de una empresa eléctrica alemana en la que tiene una participación minoritaria EDF, empresa estatal francesa. Pero el instrumento utilizado no es el adecuado. La posibilidad de usar mal el poder económico no surge porque haya empresas públicas extranjeras o porque los gestores sean amigos, sino porque esas empresas disfrutan de privilegios monopolísticos. Por ello, el instrumento adecuado habría sido el de desmonopolizar totalmente esos sectores para que los intereses de los consumidores y accionistas se vean defendidos por la competencia entre las empresas, cualesquiera que sean sus dueños, y por la rivalidad entre los gestores, cualesquiera que sean sus amistades.

Los problemas que se quieren evitar ni siquiera aparecerían si se legislara para que los antiguos monopolios eléctricos o de telecomunicaciones no pudieran tener poder de mercado ni abusar de él. De esta forma, ni las empresas públicas extranjeras, ni los amigos, podrían abusar de los consumidores. ¿Debemos dejar a los capitalistas privados españoles abusar de los consumidores por el hecho de ser españoles o privados? También se deben suprimir todos los blindajes, modificaciones de las mayorías y demás artilugios que se toleran en España, y así los gestores incapaces podrán ser sustituidos y entonces no importaría quién se colocara al frente de las empresas privatizadas.

Si las empresas de generación eléctrica no pudieran controlar más del 10% del mercado ni participar en actividades monopolísticas como, por ejemplo, la distribución, daría igual que algunas empresas estuvieran participadas por compañías públicas extranjeras porque ni ellas, ni las españolas, podrían obtener rentas de monopolio. Si en el sector de las telecomunicaciones se dejara utilizar las infraestructuras de Telefónica por un precio razonable, daría igual quién participase en su capital. Y es que al consumidor le da igual la nacionalidad o las amistades de quien abusa de él; lo que quiere es que nadie abuse. Las empresas públicas son un peligro para la economía de los países dueños de las mismas porque siempre acaban consiguiendo ayudas y privilegios a costa de los consumidores y contribuyentes. La privatización es una buena política para el país que la adopta. En cambio, las empresas públicas extranjeras pueden favorecer la competencia en otros países en el caso de que se haya desmonopolizado de verdad el sector correspondiente. En ese caso, es mala política la de obstaculizar su entrada en el mercado propio. Si cuando se privatizó Seat, el Gobierno hubiera puesto dificultades a Renault para operar en el mercado español, alegando que Francia no había privatizado su empresa nacional del automóvil, el consumidor habría salido perdiendo.

No son el Gobierno ni la oposición los que nos deben librar de los malos empresarios y traer a los buenos. Conseguir un mundo en el que no haya ni Estados ni amigos es un objetivo tan ambicioso como inalcanzable. Pero si nos planteamos el objetivo más modesto de acabar con el poder de mercado, las ayudas públicas y las restricciones en el mercado de gestores, conseguiremos evitar los problemas que puedan crear los Estados o los amigos. Y los demás.

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