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Accidentes laborales

Texto]Cuando en una sociedad como la nuestra, los accidentes laborales se disparan de forma tan brutal, como lo acreditan las cifras publicadas recientemente, estos se convierten en la punta del iceberg de un modelo social insolidario, en el que se desprecian el derecho a la vida, a la seguridad y a la protección contra el sufrimiento y el dolor. Sin temor a equivocarnos, podemos añadir que esta sociedad, la nuestra, que se gasta en paliar los daños producidos por los accidentes laborales, muchísimo más de lo que tendría que invertir en su prevención, es una sociedad enferma, que no va bien ética ni humanamente, y que desde luego, no puede ir a más en términos de progreso social, porque se encuentra estrangulada por los enormes costes que suponen la reparación económica y sanitaria de tanto sufrimiento evitable.

Como hemos podido conocer estos días, las cifras sobre siniestralidad laboral en España, nos sitúan en la peor posición europea, y lo que es aún más lamentable, a diferencia abismal de la media de todos los países que la forman. A ese triste logro, nuestra comunidad autónoma contribuye pioneramente, aportando uno de los índices de accidentes laborales más alto de todo el Estado. Y la tendencia en los últimos años, incluso después de aprobarse leyes homologables al más alto nivel europeo, manifiesta un crecimiento progresivo de los accidentes, de las vidas que estos se llevan, de las incapacidades, y de las soledades y costes que toda esta barbarie laboral significa. Aquí, decididamente, sí que vamos a más.

Y, parafraseando la canción, aún más, y mucho más escalofriantes serían las cifras ofrecidas por los sindicatos, si se incluyeran en ellas las muertes e incapacidades permanentes y temporales, que tienen su causa en las llamadas enfermedades del trabajo, calificables por ley como accidentes laborales, pero que normalmente se camuflan como enfermedades comunes (gracias a los ímprobos y costosos esfuerzos de las Mutuas), y que golpean día a día la resistencia del ser humano trabajador, sin la espectacularidad del accidente traumático; pero muchísimas veces con peores consecuencias.

Ningún Estado del Bienestar puede soportar una sangría continua, como la que supone los accidentes laborales en nuestro país. Y lo que nos va en juego con este torrente sanguíneo es la seguridad de todos; en definitiva, la protección de todos frente a los riesgos naturales y sociales básicos, que supone un elemento esencial de las llamadas sociedades del bienestar. Por eso, es necesario que todos tomemos conciencia de la gravedad de la situación, y exijamos cambios trascendentales en las políticas sociales de prevención, inspección y control de la seguridad en el trabajo, que procuren por encima de cualquier otro interés, la defensa de la vida, de la integridad de la persona y de la salud en general, como bienes irrenunciables.

Por supuesto que deben desarrollarse sistemas cada día más progresivos y avanzados, de protección económica y sanitaria frente al sufrimiento. Pero esos sistemas no deben existir para cambiar salud por prestaciones o pensiones, o para propiciar una mano de obra barata y fácilmente recambiable. Porque, como venimos diciendo muchos desde hace años, la salud no se vende a cambio de pensiones; la salud se defiende.

Para combatir los accidentes laborales, no cabe duda que resultan necesarios muchos más medios para la inspección y control de los riesgos laborales y de las actividades que los provocan. Es necesaria también, la responsable colaboración de todos los trabajadores en la exigencia y cumplimiento de las medidas de protección que se establezcan; y por supuesto, debe perseguirse con rigor al empresario infractor de las disposiciones legales. Y para ello, el ámbito de la responsabilidad derivada del accidente de trabajo, debe regularse de forma clara y eficaz, que permita conseguir que todo el peso de la ley caiga sobre quien resulte responsable. Porque de nada o muy poco sirve promulgar leyes que no se cumplen o que apenas alcanzan una aplicación simbólica en los tribunales.

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Desgraciadamente, la regulación actual de las responsabilidades jurídicas derivadas del accidente de trabajo es enormemente confusa, provocando permanentes conflictos de competencias entre órganos judiciales; y, además, todavía no existe una auténtica cultura de la responsabilidad derivada de estos accidentes en los órganos jurisdiccionales, especialmente los no laborales; muchas veces más protectores del infractor que de las víctimas. En ese río revuelto de competencias y responsabilidades, nadan a gusto los más listillos, tratando de hacer fortuna del infortunio y los más poderosos, comprando el dolor y el cansancio de las víctimas y sus familiares, ante procesos interminables y desequilibrados por la diferencia de recursos. No es de extrañar, ante ello, la respuesta reactiva negativa y poco generosa de los tribunales, casi siempre reacios a admitir la trascendencia social de los accidentes laborales.

José Ramón Juániz Maya es abogado.

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