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Degradación del trabajo y nivel de vida

El consumismo está viviendo sus días de mayor esplendor en casi todos los países de economía consumista. En España se incrementa tímidamente un turismo de "lujo" a ciudades extranjeras y a paraísos exóticos. Se produce una cierta homogeneización del parque automovilístico; suficiente, al menos, para sugerir un cambio. Y aunque pocos comen salmón de los ríos de Alaska, el de las granjas marinas de Noruega también es salmón y pasto de bocadillo.Quiero decir que existe una experiencia social compartida. El fenómeno no es en modo alguno baladí. Los fastos palaciegos renacentistas eran, para el 99% del censo, realidad virtual entrevista cuando el boato se exhibía en la vía pública. Aquella inmensa mayoría de espectadores fugaces no eran sociedad y es dudoso que tuvieran conciencia de no serlo. En rigor, ni siquiera figuraban en el suelo de la jerarquía. La mata de grano y quien la producía eran una y la misma cosa. En atinadas palabras de Edward Shils, lo que hoy entendemos por sociedad estaba constituido por la "buena sociedad".

El cambio se produjo lentamente y de forma por todos conocida. La técnica fue derivando en tecnología, la ciencia teórica en ciencia aplicada. Consecuentemente, el hombre burgués desplazó paso a paso al hombre feudal, un hecho que Marx saludó como una mejora "genética" de la especie humana. Tuvo que pasar otro siglo para que el Mercedes tuviera su réplica generalizada en el utilitario, pero la larga marcha hacia la igualización de la experiencia social era un fenómeno irreversible, si bien, como estaba previsto, teñido de sangre. Las diferencias son hoy más cualitativas que cuantitativas. No todo el mundo goza de los favores de una top model, pero la jungla sexual no deja en ayunas al empleado ni al obrero. En el gran bazar de la sociedad del despilfarro, todos somos iguales, aunque unos más iguales que otros. Faltaría más. El mal llamado progreso (avance es un término más apropiado) se basa en el hecho de que allí donde se junten dos o más individuos uno de ellos asume la dirección del grupo. Explícita o implícitamente.

Pero la marcha triunfal hacia el igualitarismo se está viendo truncada por fenómenos que, paradójicamente, contienen el germen de un nuevo impulso justiciero. La globalización es un ideal que alimentaron algunos visionarios del pasado. Pero lo que se está imponiendo es la vertiente perversa del término. El brazo humano y el brazo tecnológico, unidos, han sido pasaporte hacia la experiencia social compartida. Pero nos lo han confiscado.

La competencia sin fronteras, tal como está planteada, lejos de sumarle valor al trabajo, se lo resta. En Estados Unidos se reconoce que hoy es necesario trabajar más para adquirir lo mismo que en la década de los setenta. El mismo fenómeno se observa en nuestro país y, si no estoy mal informado, en las naciones de nuestro entorno. Una observación superficial parece desmentir rotundamente tal afirmación. ¿Acaso no es evidente el incremento del consumo de bienes necesarios y de bienes superfluos? Jamás se adquirieron tantos automóviles ni tantas viviendas. Nunca estuvieron tan llenos los grandes almacenes, las playas, los restaurantes. Pero asimismo, nunca hubo tanto trabajo disponible. Trabajo, sin embargo, temporal, inseguro, precario y mal pagado. Con todo, aporta un complemento a las arcas familiares y como muertos por mil, muertos por mil quinientos, sumémonos a la gran fiesta del consumo. Pero aún prescindiendo de la variable calidad, que es vital, subsiste el hecho de que a igual esfuerzo existe una tendencia a la disminución de los bienes adquiridos. Asistimos a una degradación del valor del trabajo.

Insisto en que no se trata de un fenómeno de patente española. Ni americana, a pesar de lo escrito arriba. Es el sistema, un sistema que no es de nadie y es de todos en ese fragmento pos-industrial del planeta. Dejemos de lado, por deleznable, la teoría de la conspiración. Este sistema no reconoce cabecillas visibles o en la sombra, sino que está integrado por un intrincado número de variables que finalmente convergen en virtud de su lógica interna.

El industrial y el financiero, el biólogo y el físico, el fabricante de ocio y el político, hacen, en principio, la guerra por su cuenta, sin un plan global preestablecido y pactado en siniestro conciliábulo. Las fuerzas resultantes se cruzan y entrecruzan hasta que en fase avanzada de evolución se disuelven los choques, se produce la convergencia, el camino se hace llano y uno. De un modo, si no igual, sí parecido al de la actividad de las neuronas. De modo que en la "nueva economía", los dioses dispersos terminan atrapados en la misma red que cada uno por su lado urdieron.

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Desde una postura ética, el nivel de vida no consiste en los bienes que uno pueda adquirir con su trabajo, sino en el incremento de poder adquisitivo por unidad de tiempo laboral. Si esta última ecuación retrocede, el ser humano se ve degradado en la semilla misma de su esencia, que es el hacer y el quehacer. Homo faber.

Bajo otro signo, se está reproduciendo la fractura ancestral que siglos de sangre, sudor y lágrimas, habían estrechado. No se trata de pobres y ricos, de partícipes activos y pasivos de la historia. Al menos, no como antaño. Ahora todos tenemos alma (de consumidor) pero no todos tenemos mente. Es un modelo psicológico de disociación que merece otro artículo.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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