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Esperando a Godot

El pasado lunes, como todos los 27 de marzo, celebramos el Día Mundial del Teatro, onomástica idónea para reivindicar. También día de recuerdos, porque el teatro es espejo, expresión y proyección; es decir, reflexión cercana, una encarnación del hombre y sus pasiones. Recordamos cómo un día como ése, en 1968 (año jubilar de los Derechos Humanos), el Nobel Miguel Ángel Asturias lanzaba un emotivo mensaje: "Donde teatro hubo, palabras quedan (...) Es desde este mundo del teatro desde el que me atrevo a invitar a los hombres a que se den la mano para formar no cadenas, sino puentes de entendimiento".Y recordamos lo que decía Michaux de que "la catástrofe lenta no termina", o aquella técnica de Brecht que se dio en llamar la distanciación, y el horror beckettiano, el del Nobel irlandés, aquel que estaba entre la farsa y la tragedia, con personajes que esperan, siempre esperan, en una especie de tierra de nadie, sin saber muy bien cómo ni por qué. Recordamos creación sublime de la voz sin nombre, "sin rostro que pueda expresar la historia de un tormento". Y con la espera que sigue. Esperando a Godot. Es un decir. Y al final de la partida, ya la espera es tan sólo feroz fósil, ausencia, infiel eclipse... ¿Entonces? "La imposibilidad de callarme; las palabras". Eso es lo que Beckett, desde su santuario, otorga a los demás, como lo hizo Asturias. Las palabras; es todo, pese a que algunos sin palabras se empeñan en que la ausencia y la soledad sean nuestras únicas palabras. Y esos que se califican perfectos gritan más que hablan y lo hacen con monólogos en los que dicen que habla todo el mundo y en diálogos donde suena la voz de uno solo. Y ahora solo les queda despropósitos. Les queda un coloquio de sordos, ruidoso, confuso y estéril.

Eso a ellos; a nosotros, a los figurantes o mensajeros, nos quedan, además de las palabras, dos maravillosas imperfecciones de la vida: la razón y la libertad. Y por ellas seguimos trabajando.

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