_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

75 años del 'New Yorker', símbolo cultural de América

Cuando Saul Bellow recibió este mes el premio por los logros de toda una vida dedicada a la literatura en la gran fiesta del 75º aniversario de la revista The New Yorker, daba la impresión de que era Bellow quien honraba a la revista con su presencia y no al revés. El incierto futuro de la publicación ha sido tema de conversación desde que su segundo director, William Shawn, fuera sustituido por Robert Gottlieb (fue un puente hasta el régimen de Tina Brown), a quien siguió David Remnick.Resulta irónico que la revista, a la que ahora se venera en una cadena de memorias por su dorado pasado literario, nunca fuera una descubridora innovador de obras de ficción. Bellow, William Faulkner, Norman Mailer, etcétera, tuvieron que hacer antesala durante años antes de obtener su tardía aprobación. A William Faulkner le indignó que el sí de The New Yorker le llegara después de que hubiera recibido el Nobel.

El primer relato, Remembering Mr. Shawn's 'New Yorker', escrito con entusiasmo y admiración por Ved Mehta, retrata a William Shawn (el padre del actor Wallace Shawn) como el caballero andante de elevada moral de la literatura. Mehta presenta en sus memorias al austero y puritano Shawn como un hombre de un gusto moral y literario impecable, cabeza de familia de The New Yorker y de la suya propia.

Relación secreta

Por desgracia para Mehta, la redactora de The New Yorker Lillian Ross publicó unas memorias inmediatamente después de que saliera su libro: Here but not here. Aunque Ross también pinta a Shawn como un ser superior, su guión es muy diferente. Ross (una periodista lista y un tanto dura cuya compañía frecuentaban Ernest Hemingway y el director John Huston) revela que ella y Shawn mantuvieron una relación secreta que sólo conocían los enterados, y que duró más de 40 años, hasta que el murió. Adoptaron juntos un hijo, aunque Shawn no le mencionó en su testamento. Shawn nunca se planteó dejar a su mujer; al parecer a ella se le ocultó su segunda vida.

Antes de que los fieles a la memoria del viejo y auténtico The New Yorker y el maravilloso Shawn tuvieran tiempo de bufar y resoplar por el sacrilegio de Ross, aparecieron otras memorias: Gone the last days of The New Yorker, de Renata Adler.

Estamos en 1963. Renata Adler, una joven estudiante de posgrado, convence al escritor teatral S. N. Berhman de que le consiga una entrevista en The New Yorker para un trabajo en prácticas. A pesar de "no haber leído casi nunca The New Yorker", ni molestarse con la literatura escrita en este siglo, la desdeñosa Renata consigue el trabajo. Según su versión, enseguida empieza a aconsejar a Shawn sobre cómo dirigirlo.

En el prefacio adelanta su conjetura: "En el momento de escribir estas líneas, The New Yorker está muerto". A continuación comienza su diatriba contra sus presuntos enemigos, los presuntos enemigos de The New Yorker, y, lo que es más asombroso, contra sus amigos más íntimos (considera que Lillian Ross es la que maneja el cotarro en The New Yorker).

Las batallas de los demás son aburridas. Lo que sí merece la pena señalar es que ésta y las demás memorias (hay más en camino) ahora perciben su hogar perdido como el mejor paraíso literario de Estados Unidos. Adler escribe: "Durante más de 30 años, The New Yorker fue no sólo la mejor revista de su época, sino también probablemente la mejor revista en inglés de todos los tiempos. Lo que Renata Adler no menciona es que en 1963, el año en que ella entró en The New Yorker, la literatura experimentó un sorprendente auge del que la un tanto mojigata revista no formó parte.

Las batallas legales contra la censura se habían ganado en los tribunales. El sexo se había destapado. El arte seguía siendo abstracto, los pechos seguían sin salir desnudos en el cine norteamericano, pero la novela estaba viva y coleando. No digo que la energía que estalló en la novela estadounidense en aquella época tuviera que ver sólo con el sexo; me limito a señalar que fue un factor.

El mejor mamotreto sobre cómo estaban realmente las cosas es la edición de julio de 1963 de Esquire, que aplaudía esa explosión. Su famosa portada publicada sólo unos meses antes de que el presidente Kennedy fuera asesinado retrataba a una chica del pastel traviesa levantando presumiblemente la mirada hacia Allen Ginsberg : "Mailer está aquí. Albee está aquí. Jones está aquí. Nabokov está aquí. Pero, ¡quién habría soñado que usted vendría nada menos que desde el Ganges para estar en nuestra pequeña fiesta, señor Ginsberg!".

El mapa de lo más in en literatura de Esquire incluía a Grove Press, Evergreen Review, los poetas beat, los puestos académicos llamativos, The Village Voice, Story, The Hudson Review, Harper's, Dial Press, New Directions; Vogue, Mademoiselle y Harper's Bazaar publicaban unas obras de ficción sorprendentes. Había escritores en abundancia y tenían el atractivo que hoy tienen las estrellas de los medios de comunicación.

La mejor descripción del sexo y la literatura antes de la revolución son las memorias de Anatole Broyard, Kafka Was the Rage, A Greenwich Village Memoir. Son una pequeña joya, como Les Mots de Sartre, sólo que menos conocidas. Broyard murió demasiado joven. La familia de Broyard eran criollos que se trasladaron a Nueva York desde Nueva Orleans en la década de los cuarenta. Escribe:

"Cuando una chica se quitaba las bragas en 1947, estaba más desnuda de lo que había estado cualquier mujer antes que ella. Era como si el tiempo o la historia hubieran estado evolucionando hacia su desnudo, ansiándolo. Los hombres de mi generación habían pensado obsesivamente en su cuerpo, se habían preparado minuciosamente para él, habían sido conducidos hasta él por la gran curva de la civilización... El desnudo de la mujer era un objeto tan anhelado que se plantó delante de la cultura estadounidense, como el adorno del radiador en la capota de un coche... En 1947, unos pómulos marcados eran lo mejor que podía tener una chica, mejores que unos pechos grandes o unas piernas estupendas. El cubismo había alcanzado el rostro humano y a la gente del Village le gustaba hablar de la estructura ósea".

The New Yorker, sexualmente mojigato, no se implicó en el mapa literario de la conciencia sexual. Al igual que a Time/Life y a los estudios de Hollywood de los años treinta y cuarenta, le preocupaba la idea de la producción en grupo; el homogéneo resultado no dejaba sitio para la voz individual del escritor. La revista era verdaderamente parte de la América brillante y tubular de entreguerras de la que se burló Chaplin en Tiempos modernos, en la que el método era la virtud. The Rockettes bailaban al unísono en Radio City Hall, Billy Rose tenía sus equipos de natación de sirenas sincronizadas y Busby Berkley sus bailarines de claqué sincronizados de las películas. Time/ Life tenía su equipo de investigación; cada artículo pasaba por numerosos borradores en papel de colores diferentes por cuadros diferentes en pisos diferentes del rascacielos Rockefeller.

The New Yorker, descrito brillantemente por Jay McInerney en Bright Lights, Big City, controlaba su producto mediante un ejército de comprobadores de hechos a sueldo y obsesionados más allá de toda razón. Mientras Hollywood se inventaba un Salvaje Oeste imaginario, The New Yorker en la Costa Este se inventaba una idílica Nueva Inglaterra refinada para su consumo en Manhattan.

Su original alto estilo para "sofisticados del caviar" provenía de su irreverente fundador, Harold Ross; en los primeros tiempos tenía un aire a lo Algonquin de los felices veinte. Luego, cuando el supuesto santo William Shawn sucedió a Ross en 1951, convirtió la revista en un refugio para el "buen gusto".

Aquí no tenemos un blasón real de la reina que nos diga qué marca de mermelada de ciruelas debemos comprar. Los discretos y escuetos anuncios de la revista servían para eso. Puede que matricularse en las mejores universidades norteamericanas no resultara tan fácil, pero la nueva clase media podía sin duda permitirse una suscripción a The New Yorker. De vez en cuando, la revista daba un bandazo y hacía una apuesta loca. Publicaron un extracto de In cold blood, de Truman Capote.

Y lo que es todavía más extraordinario, The fire next time, de James Baldwin. Pero eso fue mucho después de que las obras de Baldwin se hubieran publicado en montones de sitios.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_