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Visitantes

LUIS MANUEL RUIZ

Leo que en el último año la ciudad de Granada ha alcanzado un número masivo de visitantes, dejando las expectativas que se tenían al respecto en una tímida aproximación y convirtiéndose en el destino prioritario de España para el turismo extranjero. Ya hace meses que oíamos a las autoridades fraguar proyectos contra la invasión que la Alhambra padece cada año: el patrimonio no aguantaría mucho tiempo si no se espaciaban la asiduidad y la vehemencia de sus curiosos. Al continuo pisoteo de un recinto que lleva resistiendo más de quinientos años en pie hay que sumar la curiosa pasión arqueológica de los turistas, que gustan de extirpar pedazos de inscripciones o lascas de azulejo cuando las boutiques no los ofertan; así los monumentos acaban por convertirse en una especie de masa cariada, un pan desmigado y duro que presencia estupefacto cómo todo el mundo le arranca pedazos. Uno piensa en la Alhambra como en la distante novia que perdió en la adolescencia, como el niño extraviado que fue y quedó rezagado en alguna foto en blanco y negro que esconde algún álbum: un lugar hipnótico del pasado cuyo presente se acerca tristemente a la factoría de hamburguesas. La última vez que paseé por el palacio nazarí compartí un bovino recorrido con medio millar de anglosajones de la cuarta edad, obedecí un trazado laberíntico a través de desvíos y zonas clausuradas, circulé frente a los cristales de protección que prohibían los patios, miré el taraceado y la geometría de los muros al metro de distancia reglamentario que ordenaba el cordón de seguridad. La última vez que estuve en Granada no vi nada: busqué sitio para dormir durante cinco horas y al final me conformé con un motel en Santa Fe desde el que se contemplaba el tránsito de la carretera.

Es cierto que Andalucía en general y Granada en particular están recibiendo cada año una mayor afluencia de visitas que las obligan a planear con urgencia una infraestructura turística con la que no cuentan, o que en muchos casos es paupérrima: baste reseñar los varios quebraderos de cabeza que motivó la exposición de Velázquez en Sevilla. Pero aparte de mirar atónito el ímpetu con el que nuestros buenos vecinos europeos y otros venidos de más lejos se lanzan a devorar nuestra cultura, el andaluz se pregunta qué motiva tan desaforado interés, si es que el tópico de las guitarras, los toreros y las flamencas está ya obsoleto. Quizá no lo esté. Dios bendiga a los diseñadores de la publicidad turística que puebla los escaparates de medio mundo, pero basta con pasearse por alguna agencia de Barcelona, París o Londres para darse cuenta de que la inveterada mitología de la peineta sigue en su sitio: atrayendo miríadas de entusiastas de lo latino para quienes Andalucía es el idóneo punto de cruce entre un tablado flamenco y un decorado de Disneylandia. Granada es Lorca, es gitana, es un palacio árabe acariciado por la suave luz del plenilunio. Y los granadinos, y por ende toda la gente del sur, somos hermosos descendientes de califas y poetas, viriles hombres oliváceos que escandimos coplas de amor al ritmo cómplice de las guitarras. Ése es el secreto de nuestro éxito: somos andaluces profesionales.

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