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Faustino y los demás

Hace un par de meses, pasadas las elecciones, estuvimos con mi esposa Diana en Madrid y visitamos a Faustino Cordón y María Vergara. Era una mañana soleada de otoño y el Retiro lucía procaz sus colores. A los catalanes nos pierde el Retiro: es algo así como si estuviésemos viendo la fageda (el bosque de hayas) de Olot, uno de nuestros escenarios naturales más clásicos, sentados ante una ventana de la calle Alcalá. Quién pudiera.Pero lo más seductor era lo que había dentro de esa casa de Alcalá; lo que había y lo que pasaba. El piso es ordenado y bello; los muebles, de otra época, perfectamente mantenidos y actuales; y los libros y los cuadros eran esa mañana una invitación a quedarse.

La voz clara de María, la misma que me lanzó un "¡Te prohíbo que vengas!" lleno de cariño y de resolución cuando llamé el otro día al enterarme de la muerte de Faustino, esa misma voz remitió en aquella ocasión cuando Faustino empezó a desgranar en voz más baja pero suficiente la historia sencilla e increíble de su vida.

Tengo que adelantar que esa historia la he oído a trozos más de una vez. Mis padres se fueron no mucho antes que Faustino, y tengo la sensación de que no podía haber sido de otro modo: no verlos juntos se me hace raro, tanta era la amistad que se guardaban y la perfección de la escena de los cuatro discurriendo ante una taza de té o paseando por Ribarroja en Vilanova i La Geltrù. Tantas y tantas horas de convivencia fueron tejiendo un completo conocimiento de las historias respectivas, que se transfirió a los hijos en alguna medida.

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El caso es que la historia de cabo a rabo, en síntesis, contada por Faustino esa mañana, superaba en amplitud y precisión a todo lo anterior. Desgraciadamente no soy un buen relator ni lo bastante curioso -mal que me pese- para poder transmitir los detalles. No me atrevo. He leído algunas cosas muy correctas en El PAÍS y El Mundo, juntos por una vez ante el encanto de la personalidad de Faustino Cordón. Y espero que otras versiones vendrán, con el tiempo, más completas, más historiadas.

Él tenía claro que no iba a terminar personalmente su obra magna, su teoría completa de la evolución. Había dispuesto lo que hacía falta para que se terminara después de su marcha. Quiero creer que la obra se terminará. Y que quedará ahí como uno de los últimos esfuerzos del siglo XIX, por decirlo así, a la entrada del XXI.

Faustino ha sido en realidad, a través de las tres grandes tragedias que sumergieron a este país y al mundo de nuestro entorno entre 1914 y 1945, un tardío representante de la optimista fe del Ottocento en la ciencia y en la humanidad. Y ha sido lo que ahora llamaríamos un autónomo o un todo terreno de la producción científica: él se lo hacía todo y no es que se lo comiera todo él mismo, pero me parece que no tenía un gran deseo de notoriedad. En eso sí era un adelantado. Un poco como el ecólogo y oceanógrafo Ramón Margalef. Sin embargo dudo que compartiera la ironía entre resignada y campechana de Margalef diciendo entre sonrisas de campesino pillo que el hombre es una especie muy limitada, capaz de transformar mucho más de lo que puede comprender y controlar.

En todo caso es evidente que nos vamos quedando sin voz, sin una clase de voz irrepetible, porque las voces (y los escritos) de Faustino, de mis padres, de Pep Calsamiglia, de mi suegro Cristóbal Garrigosa, de Pepe Bergamín, de Joan Corominas, de Joan Oliver y su inseparable Arturo Soria, y en otro sentido la de Josep Tarradellas o la del mucho más joven Alfonso Comín, tenían una construcción y un ritmo que ahora no se estilan (con algunas excepciones como la de Antoni Puigverd). Casi habría que hablar de un lenguaje republicano. Nos quedan Santiago Carrillo, Carmen Zulueta, María Vergara, Heribert Barrera, los sermones del sacerdote Josep Maria Ballarín y algunos más, no muchos, que hablan como si escribieran y escriben como si hablaran.

Imagino que algunos de los citados no estarán o no hubieran estado a gusto en compañía de algunos otros de los también citados. No obstante algo tienen en común. Quién sabe si ese hablar como un libro abierto no es una prueba de cierto tipo de humanismo y de radicalidad, que estaría presente en forma muy propia y singular en cada uno de estos personajes, y en Faustino en grado superlativo. Como si hablar de ese modo sólo estuviera permitido a seres sin defectos de fabricación, sin vicios ocultos, y con un consecuente grado elevado de buena conciencia.

En ese tono y con esa estructura lingüística diáfana explicaba Faustino su vida aquella mañana junto a la ventana del Retiro. Hijo de extremeño y catalana, fue su abuelo materno, Bonet, profesor de la Universidad de Madrid, quien le metió en la ciencia y en los laboratorios. Pero la carrera la cursó por su cuenta, leyendo sin tregua en la finca extremeña de la familia paterna. Siendo químico acabó de responsable de armamento del V Regimiento que defendía Madrid, con éxito notable y en cierto modo sorprendente. (Como el de Cristóbal Garrigosa, ingeniero óptico, fabricando mirillas para escopetas y cañones en un taller junto a Valencia.) Fue a la cárcel y se salvó por un amigo médico que logró salir y le arrastró fuera. Convencido de que lo iban a matar en cualquier momento siguió en sus lecturas y en sus cosas y acabó en Galicia trabajando para los laboratorios Zeltia, y más tarde para los Huarte en Ibys. (Creo que estos laboratorios, al menos uno de ellos, formó parte del holding Antibióticos que impulsó Federico Mayor Domingo, sobrino de Marcelino y de Pere Domingo, holding que terminó como el rosario de la aurora en manos de Mario Conde.)

Claro, esta generación sabían mucho de la vida, mucho más que nosotros y que nuestros abuelos, sus padres, que vivieron en el limbo feliz y optimista de los 100 años de paz que transcurrieron entre 1815 y 1915, del fin de las guerras napoleónicas al inicio de las mundiales. Faustino, sin embargo, mantuvo de los abuelos, a diferencia de algunos de los de su generación, una innata propensión a lo positivo, un élan productivo y seductor.

De la generación de Faustino, una de las cosas más amargas que he leído, en un escalón de edad algo anterior, son las cartas desde el exilio del lehendakari Aguirre a sus compatriotas con motivo de la Navidad -y lo traigo a cuento por el momento que vivimos-. Ya mediados los años 50, Aguirre, cuya elegancia en la escritura era pareja a la que he descrito, iba perdiendo la esperanza de retornar a una Euskadi democrática y autónoma, y escribía a los jóvenes de entonces que se rebelaran contra el olvido, incluso usando la violencia, para evitar que la verdadera historia y afanes del País Vasco desaparecieran por el sumidero del tiempo, que parecía ya, tras quince años de ausencia, un agujero insondable. Palabras que ahora hay que recordar para entender. Y entender para acertar en el camino de la paz.

Un camino que Faustino Cordón y algunos de sus compañeros de generación, con su actitud casi tanto como con sus opiniones, trazaron claramente: el diálogo, la persuasión; la firmeza, sí, pero como principio más que como fin.

En Bergamín, en cambio, el único de ellos que sufrió dos exilios, uno en el 39 y otro en el 64, la amargura pudo con todo. Él, que era el más genéticamente español de todos, si se me permite la expresión, murió en Euskadi negando sus huesos a España, según dijo. Probablemente porque Euskadi era el único lugar donde no se aceptaba el hecho consumado de una transición sin ruptura. En Barcelona se encontraba también mejor que en Madrid, su Madrid, el que aún ahora se equivoca con él, en un diario, en el pie de la foto del cuadro de Gutiérrez Solana. Su amigo Arturo Soria, igualmente incapaz de aceptar, no ya la legitimidad sino el hecho incuestionable de la existencia del franquismo, solía contestar "Que se vaya el enano miserable del Pardo" cuando en el café le preguntaban qué deseaba. Ni Pepe Bergamín ni Arturo Soria podían admitir la democracia sin vuelta al statu quo ante: la democracia sin más era una impostura.

Vuelvo, para terminar, a la mañana soleada de Alcalá. Faustino, siempre en clave de recitación tersa e incontrovertible, nos explicó que no era cierto que con un solo ojo -a él le faltaba uno- no se pudiera percibir la profundidad. Era cuestión de una adaptación sencilla, decía.

Yo me quedo con el pensamiento de que su ojo bueno nos sigue mirando en profundidad. Y de que la dificultad de sobrevivir no está en la carencia de seres queridos. Ésos nos siguen acompañando y según como más que nunca. Porque ya no los podemos rebatir. Ni ofender, en principio. Pero ¡ay!, si los ofendemos a toro pasado, no nos podremos excusar. Palabras que ya no se pueden corregir, insuficiencias que ya no pueden ser perdonadas, porque ya no están los correctores de esas faltas, los confesores de esos pecados. Eso es lo que nos hace envejecer. Sabernos responsables cada vez más solitarios de todo un mundo. De un tiempo de un país. De una determinada época y su significado.

Nos consuela saber que la generación Faustino tiene herederos dignos. No es cierto, qué va, lo que a veces creemos que nuestros hijos piensan, lo de que no les ha quedado nada grandioso por hacer. Al contrario, les queda lo más grandioso. Habérselas con su mundo, como nosotros con el nuestro, con una diferencia: su mundo es el mundo, cada vez más.

Nosotros, en parte a través de nuestros hijos, hemos estado en Bosnia, como los americanos y europeos progresistas estuvieron aquí en el 36-39. Nuestro mundo, a través de ellos, es ya tan amplio como el planeta.

Pasqual Maragall es diputado del PSC en el Parlament de Cataluña.

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