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Tribuna
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Ante una fotografía de doña María

A pesar de que las circunstancias hayan cambiado para mí, porque hace varios años que dejé físicamente la Casa de Su Majestad el Rey, los muchos que en ella presté servicios con absoluta lealtad y entrega me hacen sentirme en espíritu muy cerca de los miembros de la familia real y celebro los acontecimientos felices que les afectan, lo mismo que lamento profundamente los desgraciados. Por eso la noticia del imprevisto fallecimiento de doña María de las Mercedes me ha producido una gran sorpresa y una dolorosa impresión.Es notable la forma en que la vida nos ofrece sus contrastes: el día primero de enero hablé por teléfono con el Rey para felicitarle el Año Nuevo. El 2, para darle el pésame por la pérdida de su madre.

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En la primera ocasión, Su Majestad estaba muy satisfecho por haber decidido esta vez pasar las fiestas de Navidad en la residencia de La Mareta, de Lanzarote, pues así había podido reunirse la familia al completo y ofrecer a doña María la alegría de estar con todos sus hijos, nietos y bisnietos. Era dichosa al disfrutar cerca de ellos en esta oportunidad y sentirse objeto de su cariño, a la vez que les transmitía el suyo. Ayer, en la segunda ocasión, cuando llamé al Rey para expresarle mi pesar, Su Majestad estaba embargado por la tristeza. Parece ser que la muerte de su madre se produjo inesperadamente, suavemente, sin sufrimiento, como la prolongación de un sueño. Este consuelo y el de que el fallecimiento tuviera lugar en un ambiente tan familiar y gozoso servía de lenitivo a Su Majestad, que parecía haber vaticinado la desgracia para hacerla menos penosa.

Por mi parte, al conocer la noticia, acudí a los recuerdos fotográficos que conservo de mi estancia en la Casa de Su Majestad el Rey, de los actos, de los viajes y de los acontecimientos importantes de los que me correspondió ser testigo. Buscaba una foto en la que aparezco con su alteza real la condesa de Barcelona, cuando se celebró una festividad familiar hace bastantes años. La encontré y me conmoví contemplando su figura erguida, tan distinta de la que hemos visto en los últimos tiempos moviéndose en una silla de ruedas, aunque esa limitación no le impidiera asistir a los toros, a las representaciones teatrales o a los diversos actos benéficos a los que prestaba a la vez humanidad y solemnidad. Me he concentrado en esa fotografía que ha avivado en mí el dolor por la pérdida de doña María y que conservo como el recuerdo imborrable de una gran señora.

Mujer vitalista y valerosa, de ánimo incansable y dotada de agudo sentido del humor, había nacido en Madrid y estaba enamorada de Sevilla, donde su padre fue capitán general. Quería profundamente a España y padeció el dolor de vivir en el exilio, alejada de su patria.

Con su discreción y prudencia, su tacto y buen sentido, ayudó a su esposo en los momentos difíciles de su vida, le animó en las desilusiones y los desengaños y le consoló ante la necesidad de renuncias y sacrificios. El cariño y el acierto de doña María suavizaron tensiones y contribuyeron a conseguir resultados favorables para la institución monárquica y para España. Su actuación, tal vez poco conocida, pues se mantuvo siempre en la sombra, proporcionó también calma, consuelo y serenidad a don Juan de Borbón en las desgracias que compartieron unidos.

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Con la desaparición de doña María de las Mercedes perdemos una figura sencilla y popular, que dedicó la vida a su familia, a las obras sociales y a la institución que ahora representa su hijo, el rey don Juan CarlosI.

Sabino Fernández Campo fue jefe de la Casa del Rey

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