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Del oscurantismo de nuestro tiempo

José María Ridao

La mayor parte de los análisis sobre la cumbre de la OMC, celebrada en Seattle, ha coincidido en interpretar el fracaso del lanzamiento de la Ronda del Milenio en términos de vencedores y vencidos. Así, dando por supuesto que en la ciudad norteamericana se libraba una de las primeras y más decisivas batallas entre los partidarios de la globalización y sus oponentes, se ha abierto paso la idea de que los países en desarrollo, los proteccionistas de diversa disciplina y los herederos de la ideología radical de los sesenta han logrado imponer su criterio, contrario a la liberalización y a la "conversión del mundo en mercancía". Mientras que una parte de la izquierda ha expresado su satisfacción por esta derrota del enemigo neoliberal, la izquierda más pragmática y, junto a ella, los conservadores, se han limitado a lamentar el rechazo de la globalización por parte de quienes, precisamente, más tendrían que ganar con ella.Desde luego, resulta incuestionable que la cumbre de la OMC se ha saldado con vencedores y vencidos. Sin embargo, la insistencia en esta constatación intrascendente -en realidad, ¿no se hubieran intercambiado los papeles en caso de acuerdo?- estaría ocultando un hecho más revelador, en la medida en que cuestiona la idea de globalización vigente hasta ahora. Antes de Seattle se decía, en efecto, que la globalización era un fenómeno imparable, frente al que no cabía más alternativa que adaptarse o sucumbir. El marco nacional había sido desbordado y, por consiguiente, los Estados carecían de capacidad de maniobra ante los cambios. Pues bien, quizá lo más llamativo de cuanto ha sucedido en Seattle no es sólo que esa globalización imparable haya sufrido un revés; lo verdaderamente perturbador es que se lo hayan infligido los Gobiernos de los Estados más débiles del planeta.

Vivimos, sin duda, una época extraña; extraña y, a la vez, sediciosamente familiar. Tan familiar, tan cargada de viejos ecos bajo una retórica de radical modernidad que, sorprendentemente, los mejores argumentos para explicar lo que ha pasado en Seattle -ese revés infligido a un fenómeno que se proclamaba imparable-, no se encuentran en la izquierda más rancia y ortodoxa, sino en los escritores que se opusieron a la idea de planificación económica. Frente a ésta, Friedrich von Hayek sostenía, por ejemplo, que "lo importante es saber si este proceso es una consecuencia necesaria del progreso de la tecnología", como afirmaban los economistas de su tiempo, o si se trataba, por el contrario, "del resultado de la política seguida en casi todos los países". Y añadía: "Se cultiva deliberadamente el mito de que nos vemos embarcados en la nueva dirección, no por nuestra propia voluntad, sino por los cambios tecnológicos". Y más aún: "Los parlamentos comienzan a ser mirados como ineficaces tertulias, incapaces de realizar las tareas para las que fueron convocados. Crece el convencimiento de que (...) la dirección (de la economía) tiene que quedar fuera de la política y colocarse en manos de expertos".

Por otra parte, Hayek cuestionaba el convencimiento -tan extendido entonces y tan brutalmente desmentido después- de que la economía planificada había de conducir a niveles nunca igualados de prosperidad y bienestar para los ciudadanos. En opinión de Hayek, la planificación debía "su fuerza presente al hecho de no ser todavía, en lo fundamental, más que una aspiración, por lo cual une a casi todos los idealistas de un solo objetivo, a todos los hombres y mujeres que han entregado su vida a una sola preocupación". La fe de esos hombres y mujeres en las virtudes de la economía planificada, aclaraba Hayek, no era "el resultado de una visión amplia de la sociedad, sino más bien de una visión muy limitada, y a menudo el resultado de una gran exageración de la importancia de los fines que ellos colocan en primer lugar". De ahí que su época asistiese a "uno de los más tristes espectáculos" posibles, como era "ver a un gran movimiento democrático favoreciendo una política que tiene que conducir a la destrucción de la democracia y que, mientras tanto, sólo puede beneficiar a una minoría".

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Como es fácil advertir, y no sin cierto asombro, las observaciones de Hayek sobre la planificación podrían estar igualmente referidas a la globalización. ¿Acaso no se sigue explicando hoy el rumbo de la economía en virtud de los avances tecnológicos, y no de la voluntad de los Gobiernos? ¿No se desprecian como en tiempos de Hayek las interferencias políticas en las leyes de la racionalidad económica? ¿Y no se corresponde esto con una "visión muy limitada" de la sociedad -lo relevante son los flujos financieros, no tanto los comerciales y en absoluto los de trabajadores-, distinta pero equivalente a la de los defensores de la economía planificada? Y por lo que se refiere al "triste espectáculo" que señalaba Hayek, ¿cómo va a sobrevivir la democracia cuando el Estado debe retraerse en favor de ONG o empresas transnacionales, cuya actuación carece de contrapesos o controles análogos a los de los poderes públicos? Las abrumadoras y sorprendentes coincidencias entre el panorama que describe el autor de Camino de servidumbre y el que hoy vivimos deberían constituir un serio motivo de reflexión a derecha e izquierda, sobre todo porque conocemos el fin de esa historia.

Si, como explica Hayek, el hecho de que los partidos conservadores aceptasen en su momento la necesidad de la planificación económica acabó facilitando el triunfo de los totalitarismos del siglo XX, habría tal vez que interrogarse sobre las consecuencias de que la socialdemocracia acepte hoy las políticas que exige la globalización. En este sentido, ¿estamos absolutamente seguros de que la globalización deriva de una lógica liberal y no de una lógica distinta, que en el fondo niega y contradice la anterior? ¿Bajo la ambigua etiqueta de neoliberalismo no se escondería, en realidad, una depreciación del individuo y su autonomía frente a unas fuerzas que se magnifican y se pretenden fuera de cualquier control humano? ¿Y acaso no se justifica esta depreciación en nombre de un futuro radiante, exactamente como hacían los partidarios de la planificación, involuntario caldo de cultivo -según Hayek- para el totalitarismo nazi y soviético? En definitiva, ¿puede considerarse liberal una doctrina que no sólo parte de la radical impotencia del ciudadano frente a las "fuerzas globales", sino que además aconseja la adopción de políticas que las favorezcan y consoliden?

Hayek denunció el error de la socialdemocracia de su tiempo cuando confundía un instrumento económico, como era el de la planificación, con un fin político. Hoy los conservadores podrían estar incurriendo en el error simétrico, al considerar que la desregulación -cualquier desregulación

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José María Ridao es diplomático.

El oscurantismo de nuestro tiempo

Viene de la página anterior y en cualquier contexto- es deseable y positiva. Si este nuevo error ha podido prosperar y llegar tan lejos es porque, primero, la socialdemocracia parece haber olvidado que el liberalismo es parte sustancial de su herencia ideológica; y segundo, porque el conservadurismo ha aprovechado esa deserción de la socialdemocracia para hacer pasar por neoliberalismo lo que podría no ser otra cosa que una nueva agresión a la herencia de Locke, de la que -como reconocería el propio Keynes- Hayek fue un enérgico y admirable descendiente. Esto explicaría la inesperada vigencia que adquieren hoy sus análisis; una vigencia distinta y hasta contradictoria con la que reclaman quienes han hecho de Camino de servidumbre un alegato a favor de la globalización.

La cumbre de la OMC se ha saldado, desde luego, con vencedores y vencidos. Pero se ha saldado, además, con una evidencia que no debería pasar desapercibida ni, menos aún, caer en el olvido: la globalización -como la planificación en su día- no es imparable ni depende de los cambios tecnológicos, sino de la estricta voluntad de los Gobiernos. Gracias a Seattle, gracias en definitiva a la perturbadora contradicción que han puesto de relieve los Estados más débiles del planeta, aún estaríamos a tiempo de reconocer que el actual paradigma económico es sencillamente eso: un paradigma, con sus ventajas y sus inconvenientes. Absolutizarlo, deificarlo, hacer de él un fin y no un instrumento, podría acabar generando un peligroso cambio de perspectiva que nos alejaría del liberalismo más que acercarnos a él, al hacer que las políticas económicas se dirijan a consolidar esas "fuerzas globales" antes que la libertad y la seguridad de los ciudadanos.

Para Hayek, ése fue el resultado de la planificación, y por eso señalaba que "lo realmente necesario es liberarnos de la peor forma del oscurantismo moderno, el que trata de convencernos de que cuanto hemos hecho en el pasado reciente era, o acertado, o inevitable. No podremos ganar sabiduría", concluía Hayek, " en tanto no comprendamos que mucho de lo que hicimos fueron verdaderas locuras". Una lectura sin prejuicios de Camino de servidumbre lleva a pensar que liberalizar los mercados financieros mientras se mantienen numerosas barreras comerciales y se niegan con violencia derechos básicos de los individuos, como la inmigración, podría ser, quizá, una de ellas.

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