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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dividendo checheno

LAS ELECCIONES en Rusia suponen, ante todo, un éxito de la estrategia de Borís Yeltsin y su primer ministro, Vladímir Putin. Aunque el Partido Comunista vuelva a ser, por muy estrecho margen, la formación más votada, la espectacular irrupción del bloque Unidad en el escenario parlamentario, con más de un 23%, y los buenos resultados de la Unión de Fuerzas de Derechas y los menos buenos de Yábloko (los liberales) ponen de hecho fin a la capacidad de los comunistas para controlar el Parlamento, como en parte pasaba hasta ahora. El revés del partido de la Patria Rusia, de Yevgueni Primakov, que se perfilaba hace poco como un firme candidato a suceder a Yeltsin, y que podría haber supuesto un peligro para el futuro del círculo de poderosos en torno al presidente -la Familia-, refuerza aún más el éxito de los cálculos de Yeltsin y su primer ministro-delfín. Unidad, un bloque inventado a la medida del jefe del Gobierno, ni siquiera existía hace tres meses.Primakov y su aliado el alcalde de Moscú, Luzhkov, no han llegado al 13% de los votos, en gran parte por la intensa campaña de propaganda contra ambos por parte de la televisión estatal. Unos cien independientes elegidos de forma directa completarán la Duma o Cámara baja. Muchos de ellos son dirigentes locales o poderosos hombres de negocios -los oligarcas-, y no es previsible que sean en su mayoría muy combativos a la hora de fiscalizar la corrupción o exigir luz y taquígrafos en los negocios del entorno presidencial. Los resultados electorales parecen alejar definitivamente el fantasma de la investigación de las finanzas de la familia Yeltsin y sus allegados.

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Las elecciones rusas afianzan a Putin como el sucesor de Yeltsin

El nuevo Parlamento será mucho menos hostil al Kremlin que el saliente, pero además será también mucho más benevolente con el primer ministro, que ya se perfila como claro aspirante a suceder a Yeltsin el año próximo. Hace tres meses, el decrépito presidente parecía desahuciado y acosado por informaciones sobre los escándalos financieros de su familia y amigos. Entonces nombró a Putin jefe de Gobierno. Y comenzó la guerra de Chechenia.

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La guerra ha sido un insuperable caballo electoral. Ha dominado la campaña y eclipsado cualquier discusión provechosa sobre ideas o soluciones para un país en el tobogán. Los problemas reales de Rusia -su inflación, una producción que no alcanza el 50% de la de una década atrás, sus amplios sectores sociales sumidos en la miseria- han sido completamente ignorados durante la campaña. El Kremlin no ha escatimado medios para mantener a una desinformada opinión pública en permanente agitación bélica y hostilidad antichechena. Los resultados de las urnas demuestran que no podía haber mejor estrategia. De los seis partidos que han logrado acceder al Parlamento, sólo el de los reformistas ilustrados de Yábloko -alrededor del 6% del voto, más o menos el porcentaje de los ultranacionalistas fascistoides de Zhirinovski- se ha manifestado abiertamente en contra de la guerra de exterminio y la ha calificado como lo que es, un asalto masivo contra la población civil, y no la operación antiterrorista que Vladímir Putin, su organizador y principal beneficiario, sigue pretendiendo. La guerra victoriosa está induciendo en los rusos un renovado sentimiento de autoestima, muy añorado después de años de humillación.

Es previsible que los resultados de estas elecciones parlamentarias -las cuartas desde el colapso de la Unión Soviética- consoliden la retórica dura de un nuevo orgullo nacional en las relaciones de Moscú con el exterior, en especial con Estados Unidos y Europa. No en vano, todos los partidos, salvo Yábloko, han recurrido al nacionalismo como catalizador electoral. En cualquier caso, el fortalecido primer ministro Putin debe agradecer la falta de músculo de las potencias occidentales a propósito de Chechenia.

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