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Las reglas del juego

JULIÁN SANTAMARÍA OSSORIO

El comportamiento de los ciudadanos y el de los líderes políticos en las elecciones catalanas ha provocado un notable desconcierto entre los observadores y comentaristas en relación con cuatro puntos sobre todo. Los dos primeros se refieren a la participación. ¿Cómo es posible que haya sido tan baja en unas elecciones tan reñidas? ¿Y cómo es posible que, pese a ello, haya ganado el PSC? Las otras dos, a los resultados y sus consecuencias: ¿por qué Pujol consigue más escaños con menos votos que Maragall? ¿Y qué partido debe asumir, en ese caso, la responsabilidad de formar Gobierno?Empecemos por el principio. La participación, inferior a la de 1995, se situó en el 60%, que ha sido la participación media en las elecciones autonómicas catalanas desde 1980. Si ha parecido baja es porque se suponía, con razón, que en unas elecciones en las que el resultado es incierto, es decir, en que las posiciones de los principales rivales están muy niveladas, y en las que, además, los electores piensan que se juegan mucho, éstos acuden a votar en forma masiva. Pero ¿era ése realmente el escenario? Probablemente, no. Los sondeos ofrecían un par de pistas que sugieren lo contrario. En primer lugar, el deseo del cambio se veía contrarrestado por la excelente valoración de Pujol y muchos electores se pueden haber abstenido apresados por la dificultad de optar entre esos sentimientos encontrados. En segundo lugar, todos los sondeos coincidían en señalar que la inmensa mayoría de los ciudadanos daba por hecha la victoria de Pujol. Su presunta invulnerabilidad podría haber frenado así el impulso movilizador generado por el deseo o la amenaza del cambio. Los resultados han puesto en evidencia que no era invulnerable y que ya nunca volverá a serlo. Pero esta vez los ciudadanos no creían que lo fuera.

Sin embargo, esta vez, la abstención no castigó sólo ni principalmente a los socialistas. El PSC consiguió movilizar a una parte, aunque sólo a una parte, del electorado que lo vota en las generales, mientras CiU no consiguió llevar a las urnas más que a una parte del propio electorado que ya se abstuvo en las municipales. Una abstención menor del electorado socialista y una menor participación del electorado convergente habrían compensado el handicap que tanto perjudicaba al PSC. Éste consiguió, además, atraer votos de todos los demás partidos. CiU, el PP, ERC e IC cedieron medio millón de votos, de los que el PSC se llevó casi 400.000. Los demás, probablemente se abstuvieron. En esos dos elementos está la clave de su éxito, que se ha asegurado en esta ocasión, esta vez con la misma tasa de abstención que en otras fue la clave de su derrota.

A pesar de todo, Pujol, con menos votos, consiguió más escaños que Maragall, porque ganó en las provincias más pequeñas, en las que para lograr un acta de diputado hacen falta menos votos que en Barcelona, donde se impuso Maragall. En consecuencia, a CiU cada uno de sus escaños le salió bastante más barato que al PSC. Éste, que en Barcelona aventaja a CiU en 117.000 votos, sólo consigue cinco diputados más, mientras que en las otras tres provincias CiU, con 110.000 votos de ventaja sobre el PSC, consigue nueve diputados más. Eso mismo, y por la misma razón, podría ocurrir en España en las elecciones generales. Ya pudo suceder en 1996 si el PSOE hubiera ganado, como ganó el PP, por una diferencia de 300.000 votos, y no cabe descartar que eso suceda en el futuro: que un partido tenga más votos, y el otro, más escaños.

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Ahí terminan las semejanzas y empiezan las diferencias, ya que, mientras en Cataluña corresponde al presidente del Parlamento proponer quién debe ser en ese caso el encargado de formar Gobierno, en España ese papel corresponde al Rey, que podría encontrarse ante una situación especialmente delicada. Sería él quien, tras consultar con los líderes de los grupos parlamentarios, tendría que designar el candidato a la presidencia del Gobierno, lo que podría dar lugar a toda clase de polémicas, lo mismo si encomienda esa tarea a quien obtuvo más votos que si la asigna a quien logró más escaños. Sobre todo, si la relación de fuerzas entre uno y otro fuese tan equilibrada como ahora en Cataluña. O si tanto un partido como el otro pudieran formar con el concurso de otros grupos una mayoría suficiente para gobernar.

Es obvio que en Cataluña la pretensión de Pujol de seguir gobernando ha parecido normal a la mayoría de los dirigentes y comentaristas políticos, mientras la pretensión de Maragall de ser llamado a formar Gobierno ha suscitado un gran revuelo entre muchos de ellos, incluido el presidente del Gobierno, que no han ahorrado calificativos para caracterizarla como extravagante, inaceptable, insólita, patética, ridícula, esperpéntica o deslegitimadora. Pero ¿está escrito en alguna parte que el candidato sea el que consigue más escaños? ¿Tienen algún fundamento sólido esas opiniones? Ninguno, desde luego, en la Constitución española ni en el Estatuto catalán. Ninguno tampoco en los textos constitucionales ni en la práctica parlamentaria europea. Y eso por una razón muy sencilla: los textos no pueden anticipar la enorme variedad de situaciones y circunstancias que pueden concurrir en cada caso y, por tanto, dejan en libertad al jefe del Estado para que las aprecie y arbitre libremente tras escuchar a los líderes de los grupos parlamentarios.

En Europa, celebradas las consultas, los jefes de Estado han optado en unas ocasiones por quien tenía más votos; en otras, por quien tenía más escaños; en otras, por el líder de un partido pequeño, y, a veces, incluso, por un independiente que ni siquiera había sido candidato en esas elecciones. Según quien crea que en cada momento está en mejores condiciones de configurar un Gobierno con posibilidades de sobrevivir y gobernar. En España y en las distintas CC AA ha ido tomando cuerpo la costumbre de encomendar esa misión al candidato del partido ganador, que, con una sola excepción, lo ha sido siempre en votos y escaños. Ésa fue la regla que se aplicó, tras las autonómicas de junio, en todas las autonomías, incluidas las de Aragón y Baleares, aun cuando en estas dos, al no conseguir el PP componer una coalición mayoritaria con sus socios tradicionales, la responsabilidad de formar Gobierno pasó al PSOE. Lo que ahora se discute es si ese papel debe asumirlo primero el líder del partido que ganó en votos o el del partido que ganó en escaños.

En sí mismo, ese dato es irrelevante. La tarea debe encomendarse, en primer lugar, a quien tenga mayores probabilidades de conseguir la investidura y configurar una mayoría estable. A veces, no cabe duda, pero otras no es tan claro. Los ejemplos de Aragón y Baleares en junio pasado lo ilustran bien claramente: quien parecía tener mayores probabilidades no lo consiguió. Lo mismo ocurrió en el País Vasco en 1986, el único caso hasta ahora en que un partido (PSOE) ganaba en escaños aunque otro (PNV) le superaba en votos. El PSOE no logró formar Gobierno con EA y EE, a pesar de que la suma aritmética de sus escaños arrojaba la mayoría y a pesar de que políticamente los tres partidos estaban bien predispuestos a formarla. Ardanza, candidato del PNV, que había sido el partido más votado, fue quien finalmente obtuvo la investidura como lehendakari.

En Cataluña, después del 17-O, se da por hecho que mientras Pujol tiene todas las probabilidades de lograrlo, sea con el apoyo del PP o con el de ERC, porque en ambos casos llegaría a la mayoría, Maragall no tendría ninguna, ya que, sumando a sus escaños los de IC-Verdes y ERC, le faltaría un voto para alcanzarla. En términos de aritmética parlamentaria, está claro. Pero ¿está tan claro en términos políticos? ¿Puede Pujol gobernar con el PP o apoyarse en él después de haber pedido el voto con el compromiso de no hacerlo? ¿Está legitimado para ello? ¿Puede permitirse ERC convertirse en aliado exclusivo de CiU, su principal competidor en Cataluña, o compartir ese papel con el PP? ¿Puede aceptar el PP un Gobierno minoritario de Pujol apoyándose alternativamente en él o en ERC? Tal vez sí o tal vez no. Lo único que quiero subrayar es que la simple posibilidad aritmética de configurar una mayoría no excluye su dificultad o incluso su imposibilidad política. Y a la inversa: a veces se abre camino políticamente una fórmula que, en términos aritméticos, habría parecido inviable. Como se ha dicho tantas veces, en política dos y dos no siempre suman cuatro. Por eso, si la pretensión de Pujol es comprensible, la de Maragall ni es absurda ni pone en cuestión la legitimidad de las reglas del juego.

Lo que sí las pone es la advertencia de Pujol en el sentido de que si él no es investido como presidente de la Generalitat se repetirán las elecciones, ya que esa decisión ni le correspondería a él, si no es investido, ni es conforme a la ley. Por el contrario, el Estatuto prevé, como la Constitución, que si el candidato a la presidencia no logra la investidura se designará un nuevo candidato. Sorprende por ello y, en este caso gratamente, que nadie haya caído en la tentación de calificar esta última pirueta dialéctica como insólita, patética, esperpéntica o ridícula. Pero no lo olvidemos: Pujol es Pujol y, por fortuna para Cataluña, el clima político de Barcelona no es el de Madrid.

Julián Santamaría Ossorio es catedrático de Ciencia Política.

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