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La partida

Francisco J. Laporta

Si un "juez constituido" recurre a una "desvergonzada distorsión de la ley" y a una "manifiesta perversión de la justicia" para amparar con sus decisiones la violencia y los agravios llevados a cabo por una "partida de hombres" contra un ciudadano inocente "es difícil imaginar allí otra cosa que no sea un estado de guerra". Así se expresaba John Locke hace tres siglos en el parágrafo 20 del Segundo tratado sobre el Gobierno civil, una de las columnas fundamentales de la visión moderna del imperio de la ley y del gobierno por consentimiento. "Aunque se haga por manos encargadas de administrar justicia, siempre que se usa de violencia y se hace daño sigue siendo violencia y daño, por coloreada que esté con el Nombre, las Apariencias o las Formas de la Ley". A la sensibilidad de Locke no se le escapa la gravedad de una situación como ésta para las posibilidades mismas de la convivencia civil. El corolario que obtiene de ella es justamente célebre: "El fin de la ley es proteger y desagraviar al inocente con una aplicación no tendenciosa de ella a todos aquellos que están bajo ella, y siempre que esto no se realiza de buena fe se hace la guerra a quienes lo sufren, y éstos, no teniendo a nadie a quien apelar aquí en la tierra para que se les haga justicia, se abandonan al único remedio para tales casos, una apelación a los cielos".En sociedades con cierto grado de madurez jurídica, el tejido de órganos jurisdiccionales y el sistema de recursos es tal que hace casi imposible que un ciudadano se encuentre en semejante situación. Así sucede, por fortuna, en España; pero importa volver a recordar aquellas palabras de Locke, porque hace pocos días, en un testimonio del juicio por prevaricación seguido contra un magistrado ante el Tribunal Supremo, se ha dicho que algunos funcionarios investidos de autoridad jurisdiccional han podido pensar en llevar a cabo con la toga puesta algo que denominaban una "revolución judicial". Una vez emitido el fallo, y sin el riesgo, por tanto, de perturbar las deliberaciones de la sala, me siento obligado a salir al paso de semejante patraña conceptual, porque de lo contrario corremos el riesgo de que la opinión no calibre en su justa medida la gravedad profunda que pudieran haber revestido estos hechos u otros semejantes que puedan eventualmente producirse en el futuro.

No existen revoluciones jurídicas, y menos, naturalmente, si pretenden ser acometidas por jueces en activo. Una revolución judicial es una contradicción en los términos. Si un juez se concierta con otros agentes públicos o privados para levantar en el aire una inculpación ficticia contra un inocente a base de distorsionar el sentido de los textos legales no pone en marcha ninguna revolución, y mucho menos una revolución judicial; lo que hace simplemente es crear una partida para tareas de atropello o destrucción haciendo uso de armas de carácter paralegal. He dicho bien: paralegal. Porque, pese a los nombres, formas y apariencias, al dar el salto hacia la violencia y el daño impulsándose en la distorsión deliberada del derecho, se ha situado automáticamente al margen de las coordenadas legales. El mismo Locke afirmaba que en el estado que él llamaba de "guerra" no puede hablarse de la existencia de ley alguna. Lo único que allí cabe encontrar es una suerte de salvaje "derecho a destruir" a todo aquel que nos amenace con su presencia o sus acciones. Muchos de los que se sienten tentados a urdir semejantes partidas han fabulado en su mente la idea de que algo o alguien es una amenaza potencial que es de justicia suprimir. Eso es lo que los determina a abandonar el territorio de la ley. Sólo desde fuera de él pueden apelar sin límite, y cualesquiera que sean las formas y rituales con que se adornen, al terrible "derecho a destruir". Se figuran que la elevación de los principios a los que se han encaramado autoriza una suerte de interrupción del funcionamiento común del sistema jurídico. El objetivo "superior" que estas mentes alucinadas dicen estar persiguiendo ha dejado su vigencia en suspenso. La partida no puede estar sometida a las leyes.

Si esto resulta familiar es porque no constituye sino una muestra parcial de la lógica interna del golpismo. La partida no es más que un golpe en miniatura. Por eso suele estar integrada también por ese género de sujetos que han hecho de sus roles sociales un recurso para nadar en las aguas turbias de la paralegalidad: los periodistas mendaces y mercenarios, los abogados marrulleros, los aventureros de las finanzas. Y por eso son a veces coreados y envalentonados por algunos segmentos irresponsables de la clase política que sólo aciertan a ver en los mecanismos legales un freno para su acceso al poder. Pero luego viene la realidad, no las palabras ni las conspiraciones de salón, sino el atropello individual o, en el peor de los casos, el golpe y sus desastrosas consecuencias. Cuando la historia pasa y se topa uno con los escuálidos pensamientos y las ridículas ideas que han nutrido los cerebros de muchos prevaricadores y golpistas se asombra uno de la ramplonería y el simplismo que los adornan. Son gentes, en efecto, con la mente cautiva de algún prejuicio desatinado o de algún ideal infantil. Mente captus, mentecatos. Pero en algún momento una sociedad que parecía madura cometió el error de confiar a esos mentecatos un poder de hecho o de derecho que les consintió situarse justamente donde pretendían, es decir, más allá de la legalidad. Y entonces se produjo la tragedia. La tragedia de un ciudadano inocente, o la tragedia de todo un pueblo bajo el derecho a destruir.

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Lo que John Locke llamaba "una apelación a los cielos" es pura y simplemente el derecho de resistencia al tirano. Hay muchas veces que sin saber muy bien por qué nos sentimos incómodos y avergonzados por mantener respecto a determinadas actividades judiciales, o públicas en general, una terca reticencia. Los jueces poseídos por la facundia o el estrellato, los reputados de indomables o aquellos que se lanzan a grandes aventuras justicieras suscitan en nuestro interior silenciosas sospechas. Sabemos que en el curso de su espectacular actividad pueden, en efecto, encontrarse o tropezar con alguna verdad, incluso con alguna gran verdad. Por eso es incómodo y a veces impopular negarse a aceptarlos. Pero también intuimos que tras esa pureza y esa verdad que esgrimen, sea grande o pequeña, puede habitar una suerte de trampa. Ese recelo exigente que sentimos no es sino la premonición intuitiva de que allí debajo alienta, quizás sin saberlo, un mecanismo perverso que puede acabar por transformarlo todo en una turbia partida de caza. Estos días he creído descubrir en el texto de Locke cuál es la esencia de esa reserva tozuda hacia esas maneras nuevas de producirse en la vida judicial: se trata sólo de una forma primitiva y poco elaborada de resistencia ante el tirano. Porque sabemos ya demasiado bien que en las afueras de la ley o en su interpretación sesgada amenaza siempre el déspota. La ley es la antítesis de la incursión justiciera y del golpe de mano. Por eso no hay revolución judicial que valga. La única dignidad que le cabe al juez es la de aplicar la ley. Todo lo demás son oscuras partidas.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid.

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