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Crítica:BALLET - 'GISELLE'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Dinero y muerte por desamor

Si una bailarina no es capaz de erguirse sobre una de sus puntas y atravesar el escenario en diagonal con los saltos de rigor que impone la tradición del ballet romántico-académico, mejor que no asuma el papel de Giselle. Elena Pankova fue una bailarina graciosa, siempre dubitativa en lo técnico, pero con buena estampa dentro de la tradición formativa petersburguesa, de lo que hoy no le queda más que un suspiro cuando salta, su único y raro mérito actual. El resto es afectación, proyección filibustera del papel y sobreactuación. Pero eso no sería tan acusadoramente grave si el resto de esta lamentable producción estuviera al menos en los mínimos que se deben exigir a un teatro de ópera. ¿Qué oscuro criterio balletístico o mercantil ha traído a Madrid a esta compañía? En lo artístico, no hay respuesta aceptable, teniendo tanto por ver el público capitalino, después de tantos años sin un gran teatro en el que la danza sigue siendo un relleno, apenas una rocalla entre tantos oros nuevos. La temporada de ballet del Teatro Real no se toma con la seriedad con que se hace la musical. Se cumple de bulto, y uno de sus efectos son las noches como la de anoche, en que al espectador amante del ballet se le cae el alma a los pies.

Ballet Nacional de la Ópera de Múnich

Giselle: Coralli-Perrot-Petipa-Peter Wright/ Adam-Burgmüller-Minkus. Decorados y vestuario: Peter Farmer. Dirección musical: André Presser. Con la Orquesta Sinfónica de Madrid. Teatro Real de Madrid. 8 de septiembre.

Caos estilístico

Peter Wright es uno de esos pedantes repositores ingleses que han querido, durante décadas, enmendar la plana a los creadores originales de los ballets rusos y franceses (por aquello de que el continente se quedaba aislado por la niebla: es lo mismo). En Madrid hemos visto en menos de 45 días cinco versiones de Giselle, y ésta es la peor, con diferencia, y hay mucho donde comparar. Wright suprime las oberturas de los dos actos, descoloca el orden de los números, violenta el estilo cada dos por tres en el primer acto, se pliega a las insuficiencias de la bailarina, arma un absurdo pas de six en sustitución gratuita del paso a dos de los vendimiadores pero fuera del estilo de época; hace que la bravura proveniente casi toda de tiempos de Petipa se suprima o se interprete a contratiempo o atenuada, corta la acción dramática antes del desenlace (aquí Giselle parece morir de desamor más que de pasión, más de engaño que de deseo de ser feliz). Tales desatinos provocan un caos estilístico y es la prueba de que el dinero no lo puede todo, ni en la vida ni en el arte. En el segundo acto, el horror se acentúa y multiplica cuando sir Peter Wright se pone creativo: la Reina de las willis entra en escena por sitios imprevistos, las willis hacen gestos de cine mudo y de carácter expresionista, hace bailar en solitario sobre el escenario a las dos willis solistas (lo que violenta una de las reglas de oro de la estética romántica: la escena en solitario es sólo para los grandes protagonistas nominales de las obras), modifica el final alargando la desesperación del príncipe con un arreglo musical que haría mover los huesos de Adam en su tumba. En fin: Giselle es un ballet sagrado, un icono como Don Giovanni para la ópera o la Novena para la música, piezas que en el Teatro Real madrileño sí se respetan a conciencia.

En cuanto a los diseños, los dicta la riqueza, la ostentación del gasto monumental, y no la creatividad. El primer acto es monocromo y tremendista, fuera del aura romántica e íntima que marca la obra (ni Giselle ha conservado su corpiño azul, lo que no importa tanto si la disciplina de la compañía le permite bailar a Pankova con un flequillo rockero); en el segundo, el paisaje es hermoso, aunque su escala es desproporcionada, y los tutús de aguas verdosas para las willis -hoy eso está de moda en todo el mundo- recuerdan amablemente y con acierto las producciones soviéticas de los años cincuenta, donde se comenzó a retomar el color para estos espectros en alusión al gusto del siglo XIX.

El cuerpo de baile no es homogéneo y gozó de tropezones varios y filas sin armadura lineal; la orquesta fue protestada desde el paraíso y a veces parecía que al primer violín le habían trastocado las particellas (sobre todo en la entrada de Albrecht al comienzo del segundo acto). Muerta Giselle de desamor (a la chica le gustaba la danza, dice la leyenda de Hiene), es de esperar mejor fortuna en las próximas veladas con el Oneguin de Cranko, del 14 al 18 de este mes.

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