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Tribuna
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50 millones de indios , vítimas de las presas

De pie sobre una colina, solté una carcajada. Había cruzado el Narmada en barco desde Jalsindhi y había subido al promontorio, en la orilla opuesta, desde el que podía ver, esparcidos sobre colinas bajas y desnudas, los poblados tribales de Sikka, Surung, Neemgavan y Domkhedi. Podía ver sus casas, frágiles y etéreas. Podía ver sus campos y los bosques detrás de ellos. Podía ver a niños con sus cabritas correteando por el paisaje como cacahuetes motorizados. Sabía que estaba contemplando una civilización más antigua que el hinduismo, una civilización escogida por decreto de Estado (del más alto tribunal del país) para quedar sumergida durante este monzón, cuando las aguas del pantano de Sardar Sarovar crezcan hasta cubrirla.¿Por qué me reía? Porque, de pronto, recordé el tierno interés con el que los jueces del Tribunal Supremo de Delhi (antes de anular la suspensión legal del permiso para seguir construyendo la presa de Sardar Sarovar) habían preguntado si los niños de los poblados tendrían parques infantiles para jugar en las colonias de reasentamiento. Los abogados que representaban al Gobierno les aseguraron que sí, y no sólo eso, sino que había balancines, toboganes y columpios en todos los parques. Miré el cielo infinito y el río que pasaba delante de mí y, por un breve instante, lo absurdo de todo ello pudo más que mi rabia y me reí. Sin que ello supusiera una falta de respeto. En la India, desde hace 10 años, la lucha contra la presa de Sardar Sarovar ha llegado a representar mucho más que la lucha por un río. Eso ha sido lo bueno y lo malo que ha tenido. Hace varios años que pasó a ser un debate que se apoderó de la imaginación popular e hizo que cambiaran los intereses y el carácter de la batalla. Lo que al principio era un combate por el destino de un valle fluvial empezó a suscitar dudas sobre todo un sistema político. En estos momentos está en juego la propia naturaleza de nuestra democracia. ¿A quién pertenece esta tierra? ¿A quién pertenecen sus ríos, sus bosques, sus peces? Son preguntas tremendas. Y el Estado se las está tomando tremendamente en serio. Ha hecho que todas sus instituciones -el ejército, la policía, la burocracia, los tribunales- respondan de forma unánime. Y no sólo responden, sino que responden de forma inequívoca, amarga, brutal.

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Me había sentido obligada a ir al valle porque me parecía que la lucha por el Narmada había entrado en una fase nueva, más triste. Porque los escritores se sienten atraídos hacia las historias de la misma manera que los buitres hacia los despojos. Lo que me movía no era la compasión. Era pura codicia. Y no me equivoqué. Aquí encontré una historia. Y menuda historia.

En los 50 años transcurridos desde la independencia, después del famoso discurso en el que Nehru dijo que "las presas son los templos de la India moderna" (un discurso que llegó a lamentar él mismo en vida), sus soldados de a pie se han dedicado a construir pantanos con un fervor antinatural. Ha llegado a identificarse construir presas con construir la nación. El resultado es que, en la actualidad, la India presume de ser el tercer país constructor de presas del mundo, con 3.600 embalses que entran en la categoría de grandes presas. Se están contruyendo otras 1.000. Al mismo tiempo, 200 millones de personas -la quinta parte de la población- carecen de agua potable y 600 millones -dos tercios- de infraestructuras sanitarias básicas. La India posee más zonas que sufren sequías e inundaciones hoy que en 1947.

Las grandes presas empezaron bien, pero han acabado mal. En todo el mundo hay un movimiento creciente de oposición a ellas. En el primer mundo están siendo inutilizadas, destruidas mediante voladuras. No están de moda. No son democráticas. Son un instrumento del Gobierno para acumular poder (le permiten decidir quién obtiene cuánta agua y quién cultiva qué en cada sitio). Son una forma garantizada de arrebatar al campesino las ventajas que le daban sus conocimientos tradicionales. Son una forma descarada de quitar agua, tierra y riego a los pobres y regalárselos a los ricos. Los pantanos desplazan a enormes grupos de personas, les dejan sin hogares ni posesiones.

Desde el punto de vista ecológico, tampoco están bien vistas. Arrasan la tierra. Provocan riadas, inundaciones y salinidad, propagan enfermedades. Existen cada vez más pruebas sobre la relación entre las presas y los terremotos. Todo el mundo sabe que las grandes presas hacen lo contrario de lo que afirman sus defensores, y el mito del perjuicio a escala local para obtener un beneficio a escala nacional ya no se lo cree nadie.

Por todas esas razones, en el primer mundo, el sector de construcción de presas (con un volumen de más de 12.000 millones de libras esterlinas al año -tres billones de pesetas-) está en apuros, se queda sin trabajo. De forma que lo exportan al tercer mundo, con la excusa de la ayuda al desarrollo, junto con otros desechos como armas obsoletas, portaaviones cargados de años y pesticidas prohibidos. El Gobierno indio -todos los Gobiernos indios-, por un lado, se llena de indignación hipócrita contra el primer mundo mientras que por otro paga a cambio de su basura envuelta en papel de regalo. La ayuda al desarrollo no es más que otro negocio militar como lo fue el colonialismo.

El Gobierno indio posee datos estadísticos precisos sobre la mayoría de las cosas. Puede decir cuánta bauxita se extrae en un año o cuántos partidos de críquet hemos perdido un viernes concreto en Sharjah. Pero no dispone de ninguna cifra de personas desplazadas por las presas o sacrificadas de alguna otra forma en el altar del "progreso nacional". ¿No es asombroso? ¿Cómo se puede medir el progreso si no se sabe lo que cuesta y quién ha pagado el precio? De acuerdo con un estudio detallado de 54 grandes presas, realizado por el Instituto Indio de Administración Pública, el número medio de personas desplazadas por una gran presa es 44.182. Es cierto que 54 presas, de las 3.300 existentes, no constituyen una muestra demasiado amplia. Pero, como es lo que tenemos, vamos a intentar hacer números. Un cálculo aproximado. Para ser precavidos, reduzcamos el número de personas a la mitad. O, para pasarnos de precavidos, admitamos solamente un promedio de 10.000 por cada gran presa. Es una cifra ridículamente baja, ya lo sé, pero... no importa. Saquemos las calculadoras. 3.300 x 10.000 = 33.000.000 Ése es el número: 33 millones de personas desplazadas por las grandes presas en los últimos 50 años. Y eso sin contar con los desplazados, por miles, de otros proyectos de desarrollo. En una conferencia privada, N.C. Saxena, secretario de la Comisión de Planificación, calculó que el número total se aproximaba a los 50 millones (40 millones, desplazados por las grandes presas). No nos atrevemos a decirlo porque no es una cifra oficial. No es oficial porque no nos atrevemos a decirlo. Hay que decirlo en voz baja, por miedo a que nos acusen de exagerados. Hay que susurrárselo, porque verdaderamente parece increíble. No puede ser, me he dicho a mí misma. Seguramente, debo de haberme confundido con los ceros. Casi no me atrevo a decirlo en voz alta: 50 millones de personas.

Me siento como si acabara de tropezarme con una fosa común. Cincuenta millones es más que la población del Estado de Gujarat. Casi el triple de la población de Australia. Más del triple del número de refugiados que provocó la partición de la India. Diez veces el número de refugiados palestinos. Y el mundo occidental está hoy conmocionado por el futuro de un millón de personas que huyeron de Kosovo. Un gran porcentaje de los desplazados pertenece a tribus. Si incluimos a los Dalits (antes llamados Intocables), ese porcentaje se hace escandaloso. Según el comisario de castas y tribus, alrededor del 60 por ciento.

Teniendo en cuenta que las tribus son sólo el 8 por ciento, y los Dalits el 15, de la población de la India, nos encontramos con una dimensión totalmente nueva en esta historia. La "alteridad" étnica de las víctimas disminuye, en cierto modo, la presión sobre los constructores de la nación. Es como tener una cuenta de gastos. Es otra persona quien paga las facturas. Gente de otro país. Otro mundo. Los habitantes más pobres de la India están financiando la calidad de vida de los más ricos. ¿Qué ha ocurrido con todos esos millones de personas? ¿Dónde se encuentran? ¿De qué viven? Nadie lo sabe. Han dejado de existir. Cuando se escriba la historia, no figurarán en ella. Ni siquiera como datos estadísticos. Algunos se han visto desplazados tres o cuatro veces sucesivas: una presa, un campo de tiro, otra presa, una mina de uranio, un proyecto energético. Cuando empiezan a viajar, ya no paran. La gran mayoría de ellos acaba absorbida en las chabolas de la periferia de nuestras grandes ciudades y se funde en una enorme masa de mano de obra barata (que construye más proyectos que desplazan a más personas). Y la pesadilla no termina ahí. Siguen viéndose arrancados incluso de sus casuchas infernales cuando las excavadoras del Gobierno arrasan todo en las misiones de limpieza que llevan a cabo, con las elecciones convenientemente lejos, cada vez que los ricos se quejan de la higiene. En ciudades como Delhi, corren peligro de que la policía les dispare por defecar en lugares públicos, tal como les ocurrió a tres chabolistas hace no más de dos años.

En las guerras franco-canadienses de la década de 1770, Lord Amherst exterminó a la mayoría de los indios nativos de Canadá regalándoles mantas contagiadas con el virus de la viruela. Dos siglos después, nosotros, de la verdadera India, hemos descubierto formas menos descaradas de conseguir objetivos similares. Los millones de desplazados en la India no son sino refugiados de una guerra no reconocida. Y nosotros, como los ciudadanos de la Norteamérica blanca, del Canadá francés, de la Alemania de Hitler, lo consentimos y miramos hacia otro lado. ¿Por qué? Porque nos dicen que se hace por el bien común. Por ello nos creemos lo que nos dicen, satisfechos, a ciegas, casi agradecidos. Creemos que nos conviene creer. Es verdad que la India ha progresado. Es cierto que en 1947, cuando terminó formalmente el colonialismo, la India tenía un déficit alimentario. En 1950 produjimos 51 millones de toneladas de cereal. Hoy producimos casi 200 millones. Es verdad que en 1995 los graneros del país tuvieron un excedente de 30 millones de toneladas de cereal sin vender. También es verdad que, al mismo tiempo, 350 millones de personas -el 40 por ciento de la población india- vivían por debajo del umbral de pobreza. Más que la población total del país en 1947. Los indios son demasiado pobres para comprar la comida que produce su país. Se les obliga a cultivar alimentos que no pueden permitirse el lujo de comer. Está claro que la India ha progresado, pero la mayoría de su pueblo, no.

Nuestros dirigentes aseguran que debemos tener misiles nucleares para protegernos de la amenaza de China y Pakistán. ¿Pero quién va a protegernos de nosotros mismos? ¿Qué país es éste? ¿A quién pertenece? ¿Qué ocurre? Ha llegado la hora de divulgar unos cuantos secretos de Estado. De reventar el mito del Estado Indio, ineficaz, incompetente, corrupto pero, al mismo tiempo, cordial y sustancialmente democrático. El descuido no puede ser la única razón de que hayan desaparecido 50 millones de personas. Ni el karma. No nos engañemos. Aquí existe un método preciso, despiadado y completamente ideado por el hombre.

El Estado indio no es un Estado que ha fracasado. Es un Estado que ha tenido un éxito impresionante en lo que se había propuesto. Ha tenido una eficacia implacable a la hora de apropiarse de los recursos de la India -su tierra, su agua, sus bosques, sus peces, su carne, sus huevos, su aire- y redistribuirlos para beneficiar a unos pocos (sin duda, a cambio de algunos favores). Pero su mayor hazaña consiste en ser capaz de hacer todo eso y seguir teniendo buena imagen. Consigue guardar sus secretos, ocultar información que afecta de forma vital a la vida cotidiana de 1.000 millones de personas en archivos del Gobierno, accesibles sólo para los encargados de guardar la llama: ministros, burócratas, ingenieros del Estado, estrategas de defensa. Desde luego, nosotros, sus beneficiarios, se lo ponemos fácil. No nos interesa conocer los detalles más sórdidos.

Los pueblos indios no viven más que para servir a las ciudades. Los habitantes de los pueblos son vasallos de los de las ciudades, y por eso es necesario mantenerlos bajo control y con vida, pero nada más. Los defensores del proyecto del valle del Narmada presumen de que es el mayor proyecto fluvial jamás concebido. Prevén contruir 3.200 presas que convertirán el Narmada y sus afluentes en una serie de pantanos en escalera. Dos de las más grandes, la de Sardar Sarovar en Gujarat y la de Narmada Sagar en Madhya Pradesh contendrán, entre las dos, más agua que ningún otro pantano del subcontinente indio. Se mire como se mire, el proyecto del Valle del Narmada es enorme. Alterará la ecología de toda la cuenca de uno de los mayores ríos de la India. Para bien o para mal, afectará a la vida de 25 millones de personas que habitan en el valle.

Todas las afirmaciones de sus defensores sobre sus presuntos beneficios -riego, agua potable, energía hidroeléctrica- han quedado sistemáticamente refutadas. Hasta el Banco Mundial, no precisamente un modelo de compasión, se ha retirado del proyecto. Pero el Gobierno está empeñado en que se lleve a cabo. La presa de Sardar Sarovam va a desplazar aproximadamente a medio millón de personas (200.000, según los cálculos oficiales, pero éstos siempre se equivocan). El Gobierno asegura que ha ofrecido a los desplazados el mejor programa de rehabilitación del mundo. Yo he visto algunos de esos "lugares de reasentamiento". Personas abandonadas en hileras de chabolas de chapa de zinc que son auténticos hornos en verano y frigoríficos en invierno. Niños tiritando de frío se encaraman como aves en el borde de sus jergones cuando las aguas torrenciales entran en sus hogares. Cuando las aguas descienden, dejan la ruina. Malaria, diarrea, ganado enfermo y atrapado en el fango. Las viejas vigas de teka extraídas de sus antiguas casas y amontonadas para constituir sueños postergados, ahora están húmedas, podridas e inutilizables. Y éstos son los afortunados, los que cumplen las condiciones para que el Gobierno les considere PAP (Personas Afectadas por los Proyectos). Los demás se limitan a verse expulsados de sus hogares y tienen que arreglárselas por su cuenta.

Es verdad que ninguna administración estatal puede encargarse de rehabilitar a una población tan frágil como ésta y a una escala tan inmensa. Es como usar un par de tijeras de cortar setos para cortar las uñas de un bebé. No es posible hacerlo sin llevarse los dedos. ¿Cómo se echa de sus casas a 200.000 personas (la cifra oficial, que se queda corta), de las que 117.000 son población tribal, y se les reasienta de forma humanitaria? ¿Cómo se mantienen intactas sus comunidades, en un país en el que casi todos los litigios pendientes en los tribunales están relacionados con tierras en disputa? ¿Dónde está todo ese terreno magnífico y cultivable que aguarda a esas comunidades intactas? La respuesta es que no está en ningún lado. No existe. Ni siquiera para los desplazados "oficiales".

¿Y qué ocurre con las otras 3.299 presas? ¿Qué sucede con los demás miles de PAP cuyo sino es la aniquilación? ¿Vamos a colocar una estrella de David en sus puertas y acabar con ellos? Reasentar a 200.000 personas para llevar (o pretender que se lleva) agua potable a 40 millones: hay una inmensa desproporción en estas dimensiones. Son matemáticas fascistas, que sofocan las historias reales, eliminan los detalles y consiguen cegar a gente normalmente razonable con propuestas brillantes pero espurias.

Este mes de julio llega el último monzón del siglo XX. La sentencia del Tribunal Supremo que ha permitido que siga adelante la construcción de la presa significa que 30 de los 245 pueblos del valle van a quedar sumergidos este año. Sus habitantes no tienen dónde ir. Han declarado que no van a moverse cuando las aguas del embalse de Sardar Sarovar les arrebaten sus tierras y sus hogares. Todo el mundo, tanto si está a favor de la presa como si la aborrece, tanto si la quiere como si no, debe comprender el precio que se paga por ella. Es preciso tener el valor de mirar cuando se salden las deudas y se cuadren los libros. Nuestras deudas. Nuestros libros. No los suyos. Debemos estar allí.

©Arundhati Roy

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