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Europa tras la guerra de Kosovo

La guerra de Kosovo debería obligar a Europa a replantearse su futuro. La nueva Comisión Europea, presidida por Romano Prodi, que ahora toma posesión, debería aprovechar para transformar la UE de una institución abocada a lo interior y preocupada sobre todo por los asuntos económicos en un proyecto político paneuropeo. "El regreso a Europa" fue el lema central de la revolución pacífica que experimentó hace diez años la Europa del Este. Reunificar Europa significaba superar el legado de Yalta y garantizar paz, seguridad, democracia y desarrollo. Mientras que la idea de regreso expresaba una visión idealizada de los valores europeos y de una herencia común a todo el continenete, su expresión concreta era el deseo de sumarse a un proceso de integración desarrollado con éxito en Europa occidental.

Occidente, sin embargo, no estaba preparado para hacer frente al desafío revoluncionario de la Europa del Este. La actitud occidental hacia sus vecinos orientales nunca dejó de ser ambigua. De un lado, la UE siempre ha proclamado su apoyo al ideal de la unificación de Europa. Todo ello trasladado al terreno práctico significaba una serie de inidiativas en favor de los nuevos aspirantes: el programa PHARE, el BERD, acuerdos de asociación que conducían a una progresiva aunque lenta intensificación de los lazos de la UE con los países candidatos al ingreso.

Y, sin embargo, la identidad de una Europa integrada era producto de los horrores de la II Guerra, así como de la división y temores engendrados por la guerra fría. Esta genealogía tan particular contribuía a que, después de 1989, la auténtica prioridad de la UE no fuera la reunificación acelerada de Europa, sino más bien la profundización de su parte occidental, así como protegerse también de los posibles efectos desestabilizadores de un cambio político demasiado brusco. Momentos clave de ese proceso fueron el acuerdo de Maastricht y el lanzamiento del euro.

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A los diez años de la caída del muro de Berlín parece haberse desvanecido la visión de una Europa reunificada. Pese a todas las declaraciones en contrario, la ampliación de la UE no constituye una prioridad para nadie. Los Estados miembros no parecen estar dispuestos a llevar a cabo las necesarias reformas para ello ni a soportar los costos de dicha ampliación. Estos últimos son habitualmente exagerados mientras se subestiman los efectos beneficiosos a largo plazo. La nacionalización de las prioridades de los Estados miembros quedó especialmente clara en la cumbre de Berlín de principios de este año. Las negociaciones sobre la llamada Agenda 2000 vinieron marcadas por el forcejeo entre los Estados miembros, que no dudaban en defender sus intereses nacionales. El compromiso final se basaba en la admisión tácita de que no sería posible la ampliación de la UE antes de la segunda mitad de la próxima década.

Se da hoy una chocante asimetría en el proceso de adaptación institucional necesario para esa ampliación. Hasta la fecha, la UE ha sido incapaz de transformar instituciones y mecanismos para albergar un día a esos nuevos miembros. Los candidatos, por otra parte, se ven obligados a digerir 80.000 páginas de directivas y reglamentos, conocidos como el acervo comunitario, para alcanzar un día la condición de miembros. Es un trabajo de Sísifo, ya que el acervo comunitario crece más rápido que la capacidad de la legislación en el Este de Europa tiene de absorberlo. Mucho de este acervo -producto de una larga y compleja historia- es irrelevante para el desarrollo de estas nuevas democracias. Ni tampoco es todo ese entramado opresivo de reglamentos la mejor forma de preparar a las economías de mercado para competir si la totalidad de los mismos no se incorpora adecuadamente a los Estados que hoy son miembros. Pero se impone toda esa masa de directivas como una condición sine qua non a los Estados candidadtos, con lo que sólo se consigue potenciar la frustración y el resentimiento en esa parte de Europa contra un proceso en el que parece haberse confundido el fin con los medios.

La historia discurre más rápidamente que la política, que a su vez es también más rápida que las instituciones. Las guerras balcánicas y sus consecuencias desbordan cualquier política de ampliación de la UE. Apuntan al papel especial de la Alianza Atlántica, y sobre todo al de la propia UE, en garantizar la paz y la seguridad en la región, promoviendo la construcción de naciones-estados democráticos en los Balcanes. El verdadero éxito a largo plazo de la guerra de Kosovo sólo se verá cuando se produzca la integración de la península balcánica en la Europa desarrollada. Los Estados que han desaparecido en el sureste de Europa se ven ahora transformados en protectorados oficiales u oficiosos, lo que exige la profunda implicación de Europa en la creación de un mecanismo de seguridad para toda la zona. Todo esto requiere una decidida acción política, así como una inyección masiva de recursos para reconstruir y asegurar todos esos desarrollos. El Pacto de Estabilidad de Europa para los Balcanes no se ve dictado por consideraciones económicas, sino que es el producto de consideraciones políticas, estratégicas y morales.

Europa Central y del Este, con todas sus experiencias de transformaciones democráticas y económicas, podría y debería hacer una contribución esencial a la reconstrucción de los Balcanes. Dos consecuencias no deseadas, sin embargo, podrían derivarse de la presente situación. Dada la situación de emergencia en que viven los Balcanes, cualquir proceso de ampliación para construir democracias estables y consolidadas se vería debilitado o paralizado. Más descorazonador todavía serían las consecuencias para países que no son protectorados ni canditatos de primera línea, tales como Eslovaquia, Rumania y Bulgaria. En esos casos el resultado podría ser una reacción desetabilizadora y antieuropea.

Por el contrario, la implicación directa de la UE en los Balcanes debería conducir a un replanteamiento de la estrategia de ampliación al Este. Debería adoptar una política de integración acelerada para la seguridad de los países de Europa Central sin demorar por ello su integración económica en la Comunidad. Y no habría que ver en ello la adopción de una segunda categoría de países miebros, sino, como la verdadera Agenda 2000, la respuesta genuina a las esperanzas de una Europa reunificada que renació en 1989. Una respuesta que constituiría la señal más positiva de Europa para la reconstrucción de los Balcanes.

Timothy Garton Ash es escritor y profesor del St. Antony"s College de Oxford; firman también este artículo Janos Kis, profesor de Filosofía en la Universidad Central Europea y fundador de la Alianza de Demócratas Libres, Budapest; Adam Michnik, director del diario Gazeta Wyborcza, Varsovia; Jacques Rupnik, profesor de la Fundation Nationale de Sciences Polítiques, París; Karel Schwarzenberger, ex canciller en la oficina del presidente Vaclav Havel, Praga; Martin M. Simecka, director del diario SME, Bratislava; Aleksander Smolar, presidente del patronato de la Fundación Batory, Varsovia, y profesor investigador en el CNRS, París.

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