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Tribuna
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El momento

Andrés Ortega

Los tránsitos siempre provocan incertidumbres. Marruecos entra en un tránsito. Hassan II era una pieza clave para la estabilidad en su país y en toda la zona. Su muerte puede abrir un horizonte de inestabilidad. Sin embargo, aunque no sea posible asegurar que un tiempo futuro hubiera sido mejor para que dejara el mundo de los vivos, sí se puede considerar que, de haber fallecido tres o cinco años atrás, la situación para su hijo Mohamed VI hubiera sido sumamente más difícil. El momento del cambio en la jefatura del Estado del Reino de Marruecos no es de los peores.El contexto internacional ha cambiado. Ya no estamos en la guerra fría en que todos los movimientos geopolíticos estaban encadenados y había que elegir campos. Marruecos siempre eligió el occidental frente, por ejemplo, Argelia. Ésta se encontraba hace tan sólo dos años en llamas, en una guerra civil provocada por la interrupción de un proceso electoral que iba ganando el Frente Islámico de Salvación. Hoy, la situación está algo más controlada. Los grupos armados islámicos han perdido la guerra en el terreno militar, aunque los militares argelinos siguen controlando la política. Pero, poco a poco, Argelia parece avanzar hacia una cierta normalización que necesita, pues no es un país cuya unidad esté garantizada, pero que en el último año ha empezado a volver a acercarse a Rabat, aunque la cuestión del Sáhara Occidental siga sin resolverse, mientras Libia aparece más reposada, al menos en su actividad exterior.

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De hecho, se puede considerar que el fundamentalismo islámico había crecido en Argelia en el vacío dejado por una falta de identidad nacional cohesionadora y el fracaso económico. En Marruecos, aunque hay movimientos fundamentalistas que el régimen siempre ha intentado tapar, la situación no parece similar. De hecho, buena parte del éxito de Hassan II, visto desde Occidente, es que Marruecos, tras perder el papel que le correspondió en la guerra fría como contrapunto a una Argelia más próxima a Moscú, se convirtió, o al menos así se presentó, como factor de estabilidad en un Magreb agitado y como dique de contención contra el avance del fundamentalismo islámico, a menudo visto como la nueva Gran Amenaza.

El poder y el prestigio en Occidente de Hassan II se alimentó de estas amenazas, junto a su indudable capacidad de interlocución con los israelíes sin comprometer su peso en el mundo árabe. Hassan II jugó un papel fundamental en el lanzamiento de los distintos procesos de paz entre árabes e israelíes. Con su muerte desaparece, pues, un interlocutor, un mediador. Y no sobran, tras el fallecimiento del rey Hussein de Jordania. Siempre queda Mubarak, pero representa la generación que está saliendo del escenario para dar paso a una nueva, la de Mohamed VI de Marruecos o Abdalá de Jordania. Un año atrás, con el proceso de paz frenado por Netanyahu, se podría notar más la ausencia de Hassan II. Ahora que Barak lo vuelve a poner en marcha, se notará menos esta falta de interlocutores terceros. De nuevo, si la situación en Oriente Próximo evoluciona para bien, Mohamed VI tendrá un problema menos que afrontar. Pues no cabe olvidar que el Mediterráneo es un lugar en que las tensiones en Oriente Próximo se trasladan a toda su periferia sur, no tanto a través de los Estados, sino de las sociedades; sociedades humanas e, incluso, sociedades anónimas. Pues, hoy, en el extremo occidental del Mediterráneo, se corre el riesgo de crear un nuevo espectro negativo que, a través de los negocios y del GIL, una a Marbella, la plaza financiera de Gibraltar, Ceuta y Melilla, en lo que aspira a ser un Hong Kong con el Mediterráneo como lago -proyecto en el que algunos prospectivistas ya pensaron hace años- que no le conviene a Marruecos.

Pero el momento no es malo. No es malo para que Mohamed VI se ocupe de lo que tiene que ser su prioridad: la modernización interna y la democratización de un Marruecos que en términos socioeconómicos y políticos se ha quedado atrás, demasiado atrás.

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