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Maazel da una exhibición de virtuosismo orquestal

Cuarenta y tres años después de su debú en Granada, Lorin Maazel volvió el domingo dispuesto a brindar una velada de alto voltaje sinfónico. Sabía que, a pesar del calor sofocante, el público que abarrotaba el Palacio de Carlos V esperaba ver en acción a una de las batutas más cotizadas del planeta. En el escenario, la formidable Sinfónica de la Radio de Baviera esperaba a su célebre director titular dispuesta a entregarse a fondo. Los astros jugaron a su favor y ofrecieron una impresionante exhibición de virtuosismo orquestal que debe contarse entre las más memorables jornadas de clausura del Festival de Música de Granada. El director franco-estadounidense, que en febrero celebrará su 70 aniversario, volvió a demostrar que domina como pocos todos los secretos del arte de dirigir. El punto de nostalgia del concierto ya estaba implícito en el programa, con dos de las obras que dirigió en 1956, con sólo 26 años y al frente de la Orquesta Nacional de España: la Sinfonía número 7 en la mayor, op. 92, de Beethoven, y La Valse, de Ravel. Entre las dos obras, el más burlesco de los poemas sinfónicos de Richard Strauss, Las travesuras de Till Eulenspiegel, redondeaba un programa a la medida de sus cualidades.

Desde que subió al podio, el veterano músico desplegó a fondo el seductor catálogo de virtudes que le han convertido en el divo mejor pagado del planeta sinfónico, honor compartido con el genial e imprevisible Carlos Kleiber: oído absoluto, prodigiosa memoria fotográfica que no deja escapar el más mínimo detalle de las partituras, absoluto control orquestal y una técnica perfecta que eleva el refinamiento, el virtuosismo y la elegancia gestual a la categoría de espectáculo. Su versión del poema straussiano fue, en este sentido, insuperable, lo mejor del concierto, con una orquesta en estado de gracia que mostró todas las cualidades que le acreditan como una de las más formidables centurias sinfónicas del momento.

Intensidad expresiva

Sin embargo, las extraordinarias cualidades naturales de Maazel -esa pasmosa facilidad para hacer música sin conocer la más mínima limitación técnica- se convierten a veces en su principal enemigo. Es tal su deseo de conquistar al público que el derroche de facultades acaba distorsionando la intensidad expresiva de la música. Por eso su arrolladora versión de la Séptima de Beethoven, apoteósica rítmicamente, quedó corta de aliento lírico en algunos pasajes. Ajeno por completo a las revisiones historicistas con instrumentos de época, Maazel sirvió con opulencia un Beethoven de los de antes, de una potencia deslumbrante. Con Richard Strauss, uno de los compositores fetiche de Maazel y de la soberbia orquesta muniquesa, el concierto dio ese corto pero definitivo salto que convierte una gran interpretación en un acontecimiento memorable. Arrasaron con una versión sencillamente magistral de Till Eulespiegel y provocaron el delirio con una suite de El caballero de la rosa absolutamente mágica, oportuna propina después de una muy notable, pero no excepcional, versión de La Valse que cerraba el programa. Maazel las transformó en una orgía sonora que desató el entusiasmo del público.

Al comienzo de la segunda parte del concierto, Maazel recibió la medalla de oro del festival, agradeció la distinción en un persuasivo castellano y prometió regresar a un escenario en el que ha actuado en seis ocasiones.

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