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Tres incógnitas sobre Lazkano

JOSÉ LUIS MERINO Es un hecho incontestable la aceptación entusiasta del gran público ante las pinturas de Jesús Mari Lazkano en la Sala Rekalde de Bilbao. Es un fenómeno a analizar. El artista ofrece unas obras con todos los ingredientes para lograr esa aceptación masiva. Empeñado en recalcar la apariencia, su eficacísima mano artesanal suscita la admiración. A esto se añade la elección de los temas. Roma como aliciente, y con ella la fascinación de llevar al espectador hacia atrás en el tiempo... ¿Que hay de anómalo en esto? ¿No es lícito ganarse la admiración de los demás a través del arte? ¿El mejor artista es quien practica un arte que comprenden sólo unos pocos entendidos? Lo que ocurre en el caso de Lazkano es que su arte busca hacer de la atmósfera la única forma que provoque la visibilidad de lo creativo. Quiere seducir y sorprender a través de esa atmósfera. Lo consigue, pero se deja muchas cosas en el camino. Incluso no deja ver en esos espectadores seducidos y epatados algunas cualidades de valor que realmente existen en sus cuadros. Sin embargo, esa tríada -una bien dotada mano, traslación al tiempo pasado y atmósfera única con forma de visibilidad creativa- podía convertirse en potentísima atribución para lograr un arte más auténtico. Huelga decir que sería un arte difícilmente asumido y aceptado por aquella primera mayoría arrebatadora. Desconfiar en la mano fácil es de todo punto esencial. El atrevimiento a equivocarse, como una parte de la creación, porque implica la búsqueda por tanteos de lo desconocido. ¿Qué es el arte sino ir tras lo que no se sabe? Cuando se trata del tiempo no basta con trasladar la imaginación sobre territorios que quedaron atrás, ni siquiera plasmándolos tal como fueron. Un arte hecho en torno al pasado, imaginario o real, debe construirse mediante la creación de interrupciones frente al tiempo. Puntos de ruptura sobre la corteza del tiempo ayudan a crear situaciones nuevas. Quien teme al tiempo no lo quiebra ni interrumpe. Se somete. ¿Aceptará Lazkano este sometimiento o dirá que él ha hecho justamente lo que aquí se memora como vía creativa? En su mayor parte la atmósfera de las obras mostradas por Lazkano se fundamenta en los tonos verdes. Si ese verde se toma como filtro uniforme que todo lo iguala, los resultados son cómodos y de fácil complacencia para la mirada. Pero si la atmósfera de ese paisaje alejado en el tiempo se vive como si recorriera por el cuerpo del artista, entonces la saturación de la mirada "enfermaría" de puro contento. Y un modo de "curarse" sería pintando esa atmósfera a través del tono general elegido. En este caso el verde. Vale indicar que serviría cualquier otro color, aunque nunca con la potencia como lo hace el verde en estos casos concretos. Lo sorprendente es que entonces el tema no sería el paisaje ni las arquitecturas que van en ese paisaje. El tema acabaría siendo el verde de la mirada. Es decir, la enfelizada saturación de la mirada. Creo que en este apartado es donde Lazkano apunta con más solvente criterio. Se podía argumentar que las conscientes partes de sus obras se tornan visibles en sus arquitecturas, lo que parecía conducirnos a estadios simbolistas. O sea, por la consciencia se va tras lo simbólico, en tanto el motor de su obra queda al albur del inconsciente. Y, curiosamente, ese inconsciente se deja llevar por el poder verde del paisaje común (nuestra naturaleza está impregnada de verde, no hará falta recordarlo) como ámbito emotivo. Es probable que el inconsciente se emocione sin saberlo y pinte sin darse cuenta. Quiere decirse que está presente en la ejecución de lo simbólico, pero permanece ajeno al simbolismo. Su inconsciencia es puro verdor. Admitida esta hipótesis, lo oportuno sería introducir un elemento distorsionador que provoque una suerte de magia de lo visible. Todo "forzamiento" en la naturaleza siempre acaba por llevarnos hacia el umbral de lo misterioso ¿Sobre esas dicotomías del consciente habitará el pensamiento visionario del propio Lazkano? Queden las preguntas en el aire. Sólo resta formular una tenue advertencia, por otro lado tan evidente como necesaria hacérsela: la madurez tiene que enseñarle el deber de trocar lo cuantitativo en cualitativo; será el momento, según Descartes, en que la ceniza se convierta en cristal.

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