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El espía del siglo

Le dijimos adiós no hace mucho, pero puede que no les diga cuándo. Puede que no les diga si le quemamos o le enterramos, si lo hicimos en la ciudad o en el campo, si se llamaba Tom, Dick o Harry, o si el funeral fue cristiano o de otra clase. Le llamaré Harry. Hasta es posible que lo que les estoy contando sea ficción y nunca haya llegado a suceder. O tal vez le pasó a un ex colega del mundo secreto que teme perder su pensión y yo ocupo su lugar.La mujer de Harry estaba ahí, la misma mujer que había tenido durante cincuenta años, ésa a la que habían escupido en la cola de la pescadería por su causa, ésa de la que se habían burlado los vecinos por su causa, ésa cuya casa fue desvalijada por agentes de la policía local que pensaban que cumplían con su deber patriótico deshaciéndose de los alborotadores del partido comunista local.

Había una criatura, ahora crecida, que había padecido humillaciones similares, en el colegio y más adelante. Pero puede que no les diga si era chico o chica, o si él o ella ha encontrado un rincón seguro en el mundo que Harry creía proteger. La mujer, ahora la viuda, estaba tan serena como siempre había estado en los momentos de tensión, pero la criatura ya crecida estaba despedazada por el dolor, ante el evidente desdén de la madre. Una vida llena de penurias le había enseñado a valorar el decoro, y esperaba que un descendiente suyo lo tuviera.

Fui porque, durante un breve tiempo, hace cuarenta años o así, tuve a Harry a mi cargo, lo cual era una responsabilidad sagrada, así como delicada, puesto que desde los últimos años de la infancia había centrado todas sus energías en frustrar a los enemigos de su país convirtiéndose en uno de ellos. Harry había absorbido el dogma del partido hasta que fue una segunda naturaleza. Había embrollado su mente hasta no saber apenas qué forma tenía antes. Con nuestra ayuda se había enseñado a sí mismo a pensar y a reaccionar impulsiva y agresivamente como uno de sus fieles. Pero siempre se las apañaba para presentarse sonriente a las furtivas sesiones informativas semanales con el oficial encargado del caso.

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-¿Todo bien, Harry? -preguntaba yo, o algún otro.

-De perlas, gracias, John; ¿qué hay de usted y la señora?

Harry había aceptado todos los trabajos sucios, por la noche y en fin de semana, que otros camaradas se alegraban de no tener que hacer. Había vendido, o dejado de vender, el Daily Worker en las esquinas de las calles. Había hecho de botones y cazatalentos para los "agregados culturales" y "terceros secretarios" soviéticos de paso por el país, y había cumplido sus monótonos encargos como reunir chismorreos sobre las industrias técnicas del área en que vivía. Y si no se enteraba de ninguno, nosotros, cómo no, se lo proporcionábamos, habiéndonos asegurado primero de que era inofensivo o inexacto. Pero nunca le pasó nada realmente trágico. Gradualmente, gracias a su diligencia y devoción a la causa -las dos causas, se podría decir-, llegó a convertirse en un camarada influyente y apreciado al que se le encomendaban semiconspiraciones que -aunque las desempeñaba al tope de sus posibilidades, igual que nosotros- pocas veces suponían algo de sustancia en el mercado del espionaje.

Pero esta falta de éxito visible no importaba, asegurábamos a Harry, porque él era el hombre apropiado en el lugar apropiado, el esencial papel de escucha: "Si no oyes nada", decía nuestro argumento, "eso quiere decir que podemos dormir un poco más tranquilos en nuestra cama por la noche". Y Harry solía comentar alegremente que, bueno, John, alguien tiene que desatascar el desagüe y limpiar los vómitos con la fregona, ¿no? Y nosotros decíamos entonces: alguien tiene que hacerlo, Harry, y te damos las gracias por ser ese alguien.

De vez en cuando, puede que para levantarle la moral, entrábamos en el oscuro mundo del protégenos: "Si esos rojos llegan a venir alguna vez, Harry", le recordábamos -y hubo veces en que casi pensábamos que podrían hacerlo-, "y da la casualidad de que una mañana te despiertas y descubres que eres el gran Gerifalte de tu distrito, entonces te convertirás en el enlace del Movimiento de Resistencia que va a tener que empujar mar adentro a esos bastardos".

En prueba de lo cual desenterrábamos su radiotransmisor de su escondite en el ático, y lo desempolvábamos, y mirábamos cómo mandaba mensajes falsos a un imaginario cuartel general clandestino en Algún Lugar de Inglaterra, y recibía órdenes falsas a su vez, todo a modo de ensayo para la ocupación soviética de Gran Bretaña que acechaba a la vuelta de la esquina. Todos nos sentíamos un poco raros haciendo esto, igual que Harry, pero era parte del trabajo, así que seguíamos haciéndolo.

Desde que dejé el mundo secreto no he parado de reflexionar sobre los motivos de Harry y su mujer, y los de otros Harrys y otras mujeres. A veces eran las mujeres las que se apuntaban al Partido mientras sus maridos trabajaban sin descanso en la fábrica local y nunca llegaban a capataz porque sus mujeres eran rojas. Los psiquiatras se lo habrían pasado de lo lindo con Harry, pero Harry se lo habría pasado también de lo lindo con los psiquiatras. "Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer?", les habría preguntado, todo combativo. "¿Quedarme sentado y ver cómo el Partido roba el maldito país delante de mis narices?".

Harry no disfrutaba con su duplicidad. La soportaba como una carga necesaria de su profesión. Le pagábamos una miseria, y si le hubiéramos pagado más, se habría sentido avergonzado. Además, jamás podría haber disfrutado de su dinero. Así que le dábamos una reducida renta personal y una reducida pensión, y lo llamábamos su subsidio alimenticio, e incluíamos todo el respeto y amistad que permitía la seguridad. Con el tiempo, furtivamente, Harry y su mujer se volvieron un poquito religiosos. El pastor de la religión que apoyaban aparentemente nunca se preguntó por qué dos ateos redomados como ellos acudían a él para rezar.

Cuando el funeral concluyó y los apenados amigos y familiares y camaradas del Partido se habían dispersado, un hombre de rostro agradable que llevaba corbata negra y gabardina se acercó a mi coche y me estrechó la mano. "Soy de la Oficina. Harry es el tercero que llevo este mes", murmuró tímidamente. "Da la impresión de que todos se están muriendo al mismo tiempo".

Harry pertenecía a esa pobre y condenada infantería de hombres y mujeres honorables que creían que los comunistas estaban empeñados en destruir el país al que amaban y pensaban que más les valía hacer algo para evitarlo. Él pensaba que los rojos eran, a su manera, una panda bastante agradable de chicos y chicas, idealistas, pero un poco retorcidos. Así que apostó su vida por sus convicciones, y murió como el soldado desconocido de la guerra fría.

John le Carré es escritor británico.

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