LA CRÓNICA Sant Jordi en São Paulo IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN
Cuando llego al aeropuerto Guarulhos, en São Paulo, son las 7.30 y me está esperando un señor con un cartel del Consulado español. Mientras buscamos el coche, un coche del consulado, el señor del consulado me explica que él en realidad no trabaja en el consulado. Llegamos al hotel media hora después y el señor del consulado que no trabaja en el consulado me pregunta qué es lo que he venido a hacer a São Paulo. "Eso es lo que esperaba que usted me explicara", le digo. "¿Yo?", me contesta él, despidiéndose, "yo ya le he dicho que no trabajo en el consulado". São Paulo es lo que podría llamarse una megalópoli. Su superficie equivale a 14 veces la ciudad de París y su población, incluyendo los barrios periféricos, ronda los 20 millones. Aquí todo es gigantesco, desproporcionado, y a esa sensación de desmesura contribuye también la numeración de las casas: Rua Sena Madureira 1.355, avenida Paulista 2.992... Luego me entero de que los números no son correlativos, sino que indican en metros la ubicación de los edificios. Mi hotel, por ejemplo, se encuentra en el 711 de la alameda Joaquim Eugenio de Lima, pero eso no quiere decir que en esa calle haya tantos portales. Paso en el hotel buena parte de mi primer día de estancia, a la espera de una llamada telefónica. En España me dijeron que estaba invitado al Salón Internacional del Libro y yo confío en que alguien me diga para qué me han traído aquí: una charla, una lectura, una mesa redonda, cualquier cosa. Salgo a dar una vuelta y a comer algo y a visitar algún museo, y cada vez que vuelvo al hotel pregunto si hay algún mensaje para mí. Siempre con la misma respuesta: "Nao, senhor". Por la mañana llega el poeta José Miguel Ullán acompañado por Manuel Ferro, editor de Ave del Paraíso. También a ellos los ha depositado en el hotel el señor del consulado que no trabaja en el consulado y tampoco ellos saben nada. Nada de nada. Salimos a pasear y, cuando volvemos, alguien ha llamado para decir que tendremos que presentarnos en el Salón del Libro. Eso es lo que hacemos. Nos adentramos en un paisaje de rascacielos imponentes aunque algo mugrientos, de autovías retorcidas y como en obras, de avenidas cruzadas por un sinfín de puentes, viaductos, pasarelas, y cuando llegamos al salón nos acercamos a la ventanilla de las acreditaciones. Digo quiénes somos y de dónde venimos, mientras a mi lado un hombre con barbas está colgándose del cuello el tarjetón con la acreditación: "Leonardo Batista, autor". Yo pienso que esto ya parece otra cosa: escritores, 23 de abril, Día Internacional del Libro, Sant Jordi, la rosa y el libro, etcétera. Sin embargo, la señorita que me atiende dice que ni mi nombre ni el de Ullán aparecen en su lista y Leonardo Batista no puede evitar mirarnos con desdén. Logramos finalmente pasar y tampoco aparecen nuestros nombres en el programa de actos. Buscamos el stand de la Federación de Gremios de Editores Españoles, que es el que ha pagado nuestros billetes de avión. Sería lógico que aquí alguien supiera para qué nos han hecho venir desde España, pero a estas alturas ya nada nos sorprende y permanecemos impasibles mientras las encargadas nos dicen que no tienen ni idea de lo que les estamos hablando. Dejamos el número de teléfono del hotel y quedamos en que nos llamarán en cuanto sepan algo. Por supuesto, nadie nos llama ese día ni el día siguiente y llega un momento en que renunciamos a buscarle algún sentido a todo aquello. Nos han traído a São Paulo para nada. Eso es todo y no hay que darle más vueltas. Sólo llego a creer que hay alguien que se acuerda de nosotros cuando veo que un hombre bajito y con gafas aparece por el salón del hotel y, mientras se abalanza sobre unos turistas que están leyendo el periódico, exclama: "¡Doy la bienvenida a los escritores españoles!". Le llamo, le saco de su error, le digo quién soy. Él por su parte se me presenta como profesor del colegio español y me dice que tiene que pasar por el Salón del Libro a firmar ejemplares de su última obra. "¡Ah!", digo, "así que también usted es escritor". Asiente con la cabeza y me explica que escribe libros de lingüística. Acaba de publicar uno sobre la palabra cojones. "¿La palabra cojones?", repito. "Es fascinante", confirma él, saliendo ya hacia el Salón del Libro, "¡no sabe usted la cantidad de significados que puede llegar a tener!".
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