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Tribuna
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Palabras que saben a pan y a vino

Comenzó Hierro a escribir muy joven, sobre la pauta de los poetas de la generación de 1927, y alcanzó pronto una inconfundible voz propia.Eran años difíciles. Entre las ruinas de la guerra, mientras algunos poetas buscaban refugio y consuelo en los versos, José Hierro, junto al grupo de jóvenes amigos de la revista Corcel primero y más tarde de Proel, urgía con apremio la necesidad de que la poesía se comprometiera con el tiempo y la circunstancia histórica que les había tocado vivir. "Detesto", confesaba, "la torre de marfil. El poeta es obra y artífice de su tiempo. El signo del nuestro es colectivo y social".

En esa línea, creía que la poesía debería ser entonces de algún modo épica. "El periódico", decía, "cuenta todos los hechos. La novela extracta los más significativos, la poesía registra la huella que en el corazón del poeta dejan unos hechos". En el suyo iban a dejar huella profunda las secuelas de la dolorosa contienda civil y los años de cárcel:

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Un mito sin padre

"En ti pasé mi primavera./ Bien sabe Dios que no te odio./ Pero era horrible aquel paisaje/ siempre delante de los ojos".

Descartado el odio, el recuerdo viene en forma de pesadilla, como un mal sueño recurrente en el que sobre todo emergen los rostros anónimos de los que sufrían privados de libertad. Porque, como a Miguel de Cervantes, lo que a Hierro le ha preocupado siempre, lo que late de continuo en su verso, es la defensa de ese bien, el más preciado del hombre, el que nos constituye como tales.

El propio José Hierro ha clasificado sus poemas en dos grupos: reportajes y alucinaciones. Dos caminos que se entrecruzan de continuo en esa manera tan cervantina, que descubre aspectos mágicos en lo real cotidiano y hace real lo imaginario y fantástico. Por la palabra hecha música en el verso, el mundo se ensancha y, rotas las amarras del tiempo, el hombre se funde en libertad con otros hombres, con la naturaleza y con la historia.

Cuantos hablamos español debemos a José Hierro, que acaba de ser justamente llamado a la Real Academia Española, poemas inolvidables. No podemos olvidar, por ejemplo, aquel Réquiem que le suscitó la lectura de la esquela de un español cualquiera en Nueva York. Todo el contraste de sueños y realidad se aprieta en aquellos versos como una lección. Habría que añadir de inmediato que nunca un español como millones de españoles pudo soñar un epitafio mejor.

Con su obra, toda ella puro testimonio, José Hierro nos congrega a todos, por encima de ideologías, en una poesía hecha con palabras que saben a pan y a vino, que suena como música en la que late el ritmo de muchos corazones.

Por todo ello, José Hierro, muchas gracias.

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