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Otro camino para la lengua

Había otro camino que seguir respecto a la ley de la lengua y sus desarrollos. La oposición socialista ha ido dejando constancia de él en las sucesivas encrucijadas. Decidió no quedarse al margen del proceso, estar para influir, y consiguió limar los aspectos más negativos de las propuestas del Gobierno, así como obtener garantías y compromisos complementarios. Ello no es poco. En algún caso, hasta es muy importante. Pero dentro de la ruta prefijada por el Gobierno. Éste se cuidó de iniciar cada nuevo tramo del camino, no con el diálogo, sino con un galope, con una fuga unilateral que lo determinaba enteramente. Fugas diseñadas para compensar los efectos negativos del pacto con el Partido Popular sobre parte de su electorado y ajenas a cualquier objetivo serio de gobierno. No debería extrañarles ahora que Maragall les conmine a salirse solitos del lío en que se han acabado metiendo. Habría sido muy otro el camino seguido por una mayoría progresista en el Gobierno. Sus grandes trazos están ahí: en declaraciones escritas y artículos diversos a lo largo del proceso. Ante todo, jamás se hubiera arrojado por la borda la ley de 1983, portadora de un capital extraordinario: el acuerdo en su favor del cien por cien del Parlament de Catalunya; algo que la hacía invulnerable, como se había puesto de manifiesto no hacía tanto, en la dura campaña que la derecha española libró contra el catalán. Los aspectos normativos que hacía falta modificar o introducir se hubieran resuelto de otro modo: mediante desarrollos reglamentarios o mediante iniciativas legislativas complementarias y más integradas en cada problemática sectorial (una ley del cine, por ejemplo). Y, ante todo, se habrían impulsado políticas incentivadoras a favor del reequilibrio del catalán en los diversos campos. En lugar de ello, se dejó la ley de 1983 en la cuneta y se destapó la caja de Pandora. La confusión se adueñó del escenario y despertaron en la sociedad catalana todos los anticuerpos imaginables. Así, en lugar de avanzar, se andaban demasiados pasos atrás en el objetivo que es básico para el progreso del catalán: el consenso social, el impulso social. Una mayoría progresista en el Gobierno tampoco hubiera promulgado ese decreto del doblaje que ahora tenemos en la maroma. En su lugar, se habría desplegado el diálogo con todos los agentes implicados, se habrían ofrecido incentivos y corresponsabilidad económica. Simultáneamente, se habría impulsado el desarrollo del artículo 8 de la ley española del cine, pactado en 1994 entre el Gobierno socialista y Convergència i Unió (CiU) con una finalidad precisa: amparar e impulsar el doblaje al catalán. La implicación del Gobierno español era imprescindible. Ésta era la vía. Pero fue desechada y así nos van las cosas: solos ante Hollywood. ¿Cabe la posibilidad de que, a pesar de haber seguido ese otro camino, las major hubieran practicado también el enroque? Es posible. Pero, en el fondo, es evidente que se trataría de una partida ganada. Sobre la mesa de la negociación, limpios de polvo y paja, aparecerían los términos precisos del desencuentro y la necesidad ineludible de resolverlo. Por un lado, la lógica de la economía global y sus efectos en la realidad lingüística. Por otro, el mandato democrático por la defensa y promoción del catalán, así como el imperativo universal por la preservación de la pluralidad lingüística y cultural del planeta, esa riqueza irrenunciable de la humanidad. La negociación, entonces, con todo a favor, sin enemigos innecesarios, se haría inexcusable. No sólo los políticos, también los empresarios y los comerciantes dependen en definitiva de la gente. Y si no fuera así, si resultara que estamos ante realidades fácticas que pasan por encima de todo, entonces, no habría más que una conclusión: también en materia de cultura hacen falta, urgen, unos poderes democráticos que aun no tenemos, a la altura de los flujos globales, con mayor

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