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En Acteal con Saramago

Difícilmente se le puede llamar pueblo, es, más bien, un caserío que se levanta en una cañada, rodeado de un paisaje exuberante, cuajado en verdes, bruma, sol. Es el esplendoroso paisaje chiapaneco que rodea a Acteal. Estábamos ahí por voluntad de José Saramago, a los tres meses de que un grupo paramilitar pergeñó una matanza que avergüenza a los mexicanos.Unos meses antes, cuando planeaba su viaje a México, José me había dicho que iríamos a Chiapas. "Iré donde tú quieras, Sealtiel. Daré conferencias, pero también estaré en Chiapas". Le pedí a Carlos Monsiváis que me ayudara a organizar el viaje, para que José pudiera enterarse de lo que pasa en el paradójico Estado de Chiapas -el más rico en recursos naturales de la República Mexicana, pero donde la gente vive en la mayor pobreza del país- y allá fuimos, un viernes cálido del mes de marzo, a descubrir el México profundo.

Llegamos a San Cristóbal de las Casas en el momento en que en una de las iglesias se realizaba una mesa redonda para analizar la situación del pueblo chiapaneco. Apenas supieron que Saramago había llegado, lo invitaron a decir algo. Presencié entonces un hecho que se repetiría a lo largo de la siguiente semana: cuando José caminaba hacia el púlpito, empezó a correr un rumor de alegría, y, cálido como una onda de sol, creció el aplauso de bienvenida. Saramago llegó a donde estaban Samuel Ruiz, Monsiváis y Gonzalo Ituarte, y dijo sus primeras palabras en suelo chiapaneco, sus primeras y las más importantes que dijo en México: "Vengo a poner mis palabras a sus ódenes". Se refería al poder de sus palabras, de esas palabras que lo han convertido en uno de los mejores escritores de nuestro tiempo, las palabras por las que recibiría el primer Premio Nobel que se concede a la lengua portuguesa. Al día siguiente, con Hermann Bellinhausen y Carlos Monsiváis como guías, seguidos por una caravana de periodistas, partimos a Acteal. Durante la cena, Gonzalo Ituarte y varios muchachos que viven en el lugar nos explicaron el origen de la matanza: el día 22 de diciembre de hoy hace un año, un grupo de paramilitares rodearon el pueblo de Acteal desde temprano y, escondidos entre la maleza, empezaron a disparar al aire. Querían, quizás, amedrentar a los zapatistas y hacer aparecer su agresión como una disputa entre facciones indígenas; después de de todo, Acteal se formaba con una especie de reunión de tres rancherías distintas. El lugar ideal, debieron pensar, para encubrir su asesinato. Pero alguien avisó a la Vicaría y Gonzalo, casi tan temprano como se inició la balacera, se enteró de lo que se estaba cocinando. Se comunicó con el gobernador o con un colaborador de su gobierno. Desgraciadamente, ese funcionario, fuera quien fuera, estaba confabulado con los agresores y no hubo forma de evitar la matanza, pero tampoco la ignominia que cayó sobre el Gobierno entero: el de Chiapas, el de la República Mexicana. La descripción nos había deprimido, enfurecido, pero no se acercaba a lo que vimos en Acteal, a lo que nos dijeron los pobladores de Acteal.

Recuerdo nuestra llegada envueltos en un raro silencio. No debió ser así, pero me parece que no hablábamos, que veíamos pasar el paisaje por la ventanilla de la camioneta, que apenas silbaba el viento y que el sopor se había estacionado junto al campamento. Después de que nos identificamos, los líderes zapatistas nos dejaron pasar a ver el sitio mismo donde se había llevado a cabo la matanza. Bajamos por una ladera, de nuevo sin hablar, viendo cómo crecía en una pequeña planicie el caserío de Acteal: seis o siete chozas, un cobertizo, una iglesia y una pared al lado de donde habían enterrado a los asesinados tres meses antes. Saramago tenía la mirada escondida tras un gesto adusto, y la belleza de Pilar, su mujer, no podía evitar la melancolía. El silencio, la solemnidad, se entretejía con nuestra angustia, y como lo aprendimos después, con el valor y la honestidad de la comunidad zapatista. Vimos a los niños sobrevivientes, las heridas cicatrizadas en sus cuerpecitos, hablamos con los pocos adultos que pudieron escapar a las balas, y nos enteramos que cuando los paramilitares fueron cercando el caserío, ellos, sus pobladores, estaban rezando en la iglesia. "No se muevan", dijo el sacerdote cuando escuchó los disparos, "que nos maten juntos". Eso les dijo, esos nos dijeron a nosotros. Pasó un rato y salieron de la iglesia todos juntos, y juntos se fueron a una hondonada creyendo que ahí estarían más seguros, pero ahí, rezando, los cazaron. No hay otra expresión para describir lo que hicieron: los cazaron. Habían pasado ya muchas horas, los disparos no dispersaban a la gente y los agresores empezaron a balear, como si fuera un puñado de animales, al pueblo reunido en torno a su sacerdote. Mataron a más de cuarenta, pero no importa el número, hubieran podido herir a unos cuantos, y habría sido igual: un vergonzoso ataque contra unos cuantos inocentes que rezaban. Era una imagen insoportable. Monsiváis se apartó del grupo y empezó a llorar. "Casi nunca lloro", me dijo con voz entrecortada, "pero no resisto pensar en el sacerdote que les pide morir a todos juntos". Yo también lloraba. Me acordé de la madrugada del tres de octubre del 68, cuando supimos que el presidente Díaz había ordenado matar a los estudiantes reunidos en la plaza de Santiago Tlatelolco. Lloraba y no podía apartar de mi cabeza el recuerdo del día en el que volvimos a las aulas y descubrimos que varios pupitres estaban vacíos: era el vacío que nos dejaban los muertos. Mi generación ha tenido que cargar durante treinta años el enorme peso de ese vacío. Ahora habría que cargar con el de los muertos de Acteal. Saramago se cubrió el rostro. No es religioso, pero parecía pedir clemencia: clemencia para un pueblo que lo único que quiere es vivir dignamente, que no quiere sino la dignidad de vivir en paz.

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Ha pasado un año desde la ignominiosa mañana del 22 de diciembre del 97. Saramago ha cumplido su promesa: sus palabras han estado al servicio de los zapatistas. "Chiapas", dijo antes de recibir el Premio Nobel, "es la representación del mundo". Por qué, le pregunté. "Porque ahí está representada nuestra esperanza", contestó. Porque ahí también, pensé yo, está cifrada nuestra ignominia. Porque en Chiapas se juega nuestro destino y la posibilidad de que la dignidad humana tenga una oportunidad. Ha pasado un año, repito, y recuerdo el rostro de los indígenas que nos contaron lo que les pasó en Acteal , el gesto noble y severo con que Saramago los escuchó, las lágrimas de Monsiváis, mi propio llanto y la angustia con la que intuí que habría nuevas matanzas. Ha pasado un año y, escuchando al presidente Ernesto Zedillo hablar de la sanidad de las finanzas públicas, me pregunto si no sería mejor que pensara en la sanidad de sus ciudadanos. No tengo nada contra las finanzas sanas, ¿pero de qué le sirven éstas a un pueblo envilecido, y de qué, a ese pueblo, que su Gobierno gaste más o menos? ¿Para quién gobiernan las autoridades mexicanas, para los números o para la gente? ¿Qué más da que las cifras cuadren si el pueblo vive en una pobreza enorme? ¿Se acordará Zedillo que prometió bienestar a las familias, qué dirá de entregar el gobierno en las peores condiciones de nuestra historia? ¿Pensará en ello, recordará los sucesos de Acteal? ¿Se dará cuenta Albórez (ese tipo que, siendo el interino del interino apenas y puede decirse gobernador de Chiapas) de la burla, del insulto que su ley de indulto representa? ¿Sabrá el enorme retroceso que significa para este país perdonar a los asesinos de Acteal? Si él no lo sabe, ojalá y el pueblo se lo haga comprender. Se trata simplemente de recobrar la dignidad, de darle voz a la esperanza y negársela a la ignominia. Se trata de escuchar a José Saramago, y no tolerar más asesinatos, no heredar un muerto más. De no permitir, nunca más, otro Acteal.

Sealtiel Alatriste es editor y escritor. Este texto fue leído por su autor el domingo pasado en México con motivo de la presentación del libro colectivo Las voces del espejo, editado a beneficio de un proyecto educativo en Chiapas y que el viernes pasado fue presentado en Madrid por José Saramago.

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