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Laberinto de sexo y violencia

Las prostitutas que trabajan en la Casa de Campo denuncian la pasividad municipal ante el aumento de los robos y las agresiones

Ana tiene 23 años y vive acosada por el peligro. Cuenta que cuando sale de su casa para trabajar nunca sabe si va a regresar. Le han pegado, han intentado atropellarla, ha sufrido robos y amenazas. Ana es una de las más de quinientas prostitutas, chaperos y travestidos que trabajan en la Casa de Campo, un lugar expuesto a la barbarie. Peleas sangrientas entre proxenetas, clientes que intentan violar o robar a las mujeres, jóvenes que se divierten arrojándoles piedras desde vehículos. Escenas cotidianas y cada vez más frecuentes en un bosque de 1.722 hectáreas, según narran decenas de profesionales del sexo. "Aquí rige la ley del más fuerte", resume Antonia, otra de las prostitutas. El relato de sus colegas lo confirma.Desde que se pone el sol, el tráfico de coches por la Casa de Campo es incesante. En las cunetas de las carreteras, casi sin luz, se ven siluetas de mujeres, travestidos, y transexuales a la espera de clientes. Corren el riesgo de ser atropelladas, como le ocurrió a una de ellas (que se encuentra en estado grave) el pasado lunes en el paseo de los Plátanos. Cuando suben en un automóvil ignoran si miran a un violador o si se enfrentan a una pandilla de salvajes, como la que formaban los cuatro jóvenes de Humanes detenidos hace dos semanas y acusados de raptar y asaltar, al menos, a tres prostitutas de la Casa de Campo en los últimos 12 meses.

"Sé que estoy todo el tiempo en peligro. Pero no puedo hacer otra cosa. Estoy enganchada, si no me hiciese falta el dinero, no estaría aquí", explica Loli, toxicómana, que se dedica a la prostitución desde hace cinco años junto a la explanada del Lago.

Cerca de ella espera Ana. Rubia, flaca hasta lo inimaginable y con los ojos perdidos. Esta mujer comenta su última experiencia con terror: "La semana pasada vinieron unos tíos con palos y me molieron a golpes", dice mientras muestra las huellas que los "bestias" le han dejado en los brazos. Sostiene que le pegaron los protectores de un nuevo grupo de mujeres balcánicas que pretende conquistar su territorio: "Me quieren sacar de esta parada cuando hace años que estoy aquí", afirma.

Ana tiene su propio policía: Jorge, su hombre y su chulo, como él concede en llamarse. También él guarda secuelas de la agresión de la "banda de las albanesas". La pareja -ella toxicómana, él en tratamiento con metadona para dejar la droga- tiene su propio sistema de seguridad: cada uno lleva un teléfono móvil; él puede llamarla si ella se retrasa más de lo normal.

Casi todas las prostitutas tienen un hombre que las protege (y las explota), pero saben que de poco les sirve cuando entran en un coche. Algunas portan un aerosol de gas paralizante o armas blancas. Otras simplemente se la juegan cuerpo a cuerpo. Casi nunca llevan el dinero encima: se lo dan al proxeneta o lo esconden en pozos secretos.

Rosa tiene 60 años, viste un abrigo negro de piel que esconde su enorme figura. Vive de la prostitución desde hace 40 años y se ha adueñado de una calle situada frente al acceso al Teleférico. "La semana pasada tuve que defender a una chica a la que pegaban tres tipos. Esto no es nuevo, pero cada vez hay más droga y más violencia. Y, si no nos protegemos entre nosotras, nadie hace nada. La policía no se mete. Para ellos, si hay una puta menos, mejor", sentencia.

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En la Casa de Campo es sencillo hacer un estudio etnográfico. En la periferia reinan las españolas, junto a la M-30, las más maduras; frente al Lago, las jóvenes toxicómanas. En la avenida de los Plátanos conviven transexuales y travestidos. Ya en el interior, emergen las chicas africanas. Junto al Parque de Atracciones hay nigerianas que se echan encima de los coches en busca de clientes.

Una de ellas, que acepta el diálogo, asegura que no tiene miedo, aunque ha escuchado historias sobre hombres que golpean a las prostitutas. "Pero con las negras nadie se mete", concluye. A unos metros está Carla. Se define como travestido, es brasileño y dice que se dedica a la prostitución desde hace algunos meses para juntar el dinero que le permita cambiarse de sexo. "Esto es terrible y humillante. No hay día que llegue a mi casa sin llorar. Una vez quisieron atropellarme unos chavales sólo por intolerancia. También me ha quitado el bolso un cliente. Miles de veces tuve que echar a correr. Los sábados no se puede ni venir. Se llena de jóvenes que se mofan de nosotras, pasan en coches o en motocicletas y nos tiran piedras o profilácticos llenos de orina", cuenta.

A medida que avanza la noche aumenta el movimiento en la Casa de Campo. Entre los árboles se forman improvisados aparcamientos en donde ocurren los encuentros; entre 3.000 y 5.000 pesetas por unos minutos.

Cada media hora pasa un patrulla de la Policía Municipal. "Hay zonas en las que mejor ni meterse", dice un agente del 091, "porque existen grupos muy hostiles, que son capaces de robar o de agredir a los que pasan".

"La policía no hace nada", se queja Eva, una joven rubia. "Nadie nos defiende cuando nos pegan. Tengo que luchar contra clientes, algunos chulos, y a veces otras mujeres que nos quieren robar el lugar", dice, poco antes de marcharse con un amigo que llegó a buscarla. Acaba de terminar su jornada de trabajo. Mañana su vida volverá a estar en juego.

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